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Columna
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El pan y la espiga

Hace seis días que concluyó el encuentro parlamentario entre Aznar y Zapatero. Seis días, en periodismo, abultan lo mismo que una era geológica, y he deshojado una margarita antes de decidirme a pasear por esta columna con un traje que empieza a oler a naftalina. El debate, sin embargo, me interesó, o quizá sería mejor decir que me apenó, por dos motivos que no he visto suficientemente reflejados en la prensa. Uno de ellos se refiere a Aznar, o siendo más precisos, a su primera réplica a la intervención de Zapatero. Sucedió algo raro. Aznar llevaba el asunto bien encarrilado, hasta que, treinta, cuarenta segundos antes de tocar la línea de meta, hizo un quiebro y se descolgó con dos observaciones brutalmente desdeñosas. El desplante fue tan innecesario, y tan lesivo para el propio Aznar, que sólo logro explicármelo como un arrebato de cólera. Una cólera que impresiona tanto más, cuanto que brota de repente, como el chorro de agua del agujero dorsal de la ballena. Y es que Aznar no es frío. Es inexpresivo, que es otra cosa. Este retraimiento, compensado sólo por efusiones súbitas, no integra la prenda de carácter más a propósito en un instante en que urge construir consensos. Así que me quedé preocupado. Esta preocupación llovía, además, sobre mojado.

Y es que Zapatero había presentado un perfil más precario, más voluble, de lo que yo esperaba. Vaya por delante que no se puede juzgar a un hombre sin experiencia parlamentaria por el mismo rasero que a otro fogueado en el oficio. Detrás de los escaños del Congreso, ocupados por las cabecitas de los diputados, se extiende, virtualmente, toda la nación, y es natural que el orador bisoño tropiece y trastabille, y no termine siempre de colocar las ideas en su sitio. Ahora bien, dejando a un lado la oratoria y todos sus requilorios, están los argumentos, y éstos valen lo que valen. Zapatero adoleció... de un exceso y de un defecto. El exceso residió en los golpes de efecto, populistas y dialécticamente ingenuos. No se puede hablar de un plan portentosamente eficaz, aunque ignoto hasta en sus perfiles más generales, para conseguir la convergencia con Europa en cinco años. Ni se puede incluir, como punto fuerte de la ofensiva española en el terreno de la cultura, la conmemoración a lo grande del cuatricentenario de la publicación de Don Quijote. Se trata, en ambos casos, de ocurrencias, tras las que se adivina el esfuerzo, el runrún penoso, de un equipo de asesores que ha puesto mayor empeño en marcar las cadencias y paroxismos espectaculares de un discurso, que en rellenar los espacios intermedios con mensajes de sustancia. El jefe de la oposición debe ceñirse a las cosas, y perseguir la verosimilitud con un mínimo de rigor.

Los defectos fueron complementarios de los excesos. Zapatero ha apostado, y me parece muy bien, por la política constructiva. Por las medidas y los programas ejecutivos, antes que por el despliegue ideológico. Los dos estribos más notorios de esta política a ras de tierra eran la propuesta del tipo único, y la idea federal. Pues bien, no oímos nada acerca de aquélla, y sobre ésta pasó Zapatero como sobre ascuas, limitándose a hacer, a lo último, una referencia vertiginosa a la oportunidad de convertir el Senado en Cámara de representación territorial. Francamente, me pareció que Zapatero estaba eludiendo las cuestiones. No las de Aznar, lo que habría entrado dentro de lo políticamente racional, sino las suyas propias. ¿Existe una explicación para esta actitud poco clara, o, al menos, poco firme?

Sí... Quizá haya pensado Zapatero que estos asuntos podrían dividir al partido, y ha decidido soslayarlos. En caso tal, fue una ligereza sacarlos a relucir en vísperas del debate. Sea como fuere, no quisiera concluir la columna en un tono demasiado sombrío. A Zapatero apenas sí le despunta todavía la barba de líder nacional. No es difícil establecer paralelos retrospectivos y consoladores entre el actual secretario del Partido Socialista y otros políticos que necesitaron años de rodaje para echar la facha y los kilos que corresponden a un presidente del Gobierno. Ahí, tenemos a Aznar, y sus balbuceos de antaño. Demos, pues, tiempo a Zapatero. El sol ha de salir y ponerse varias veces, antes de que dé pan la espiga.

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