Las invisibles de la calle
Algunas prostitutas de origen africano trabajan en La Rambla por 3.000 pesetas
Ataviada con ropa ceñida y con un peinado perfecto, Sophie hace guardia al lado de un quiosco de La Rambla. Son las once de la noche y durante los últimos cinco minutos lo ha intentado todo para conseguir un cliente: ha inspeccionado las terrazas de los bares, se ha ofrecido a dos turistas casi adolescentes y acaba por presentarse a un hombre de mediana edad. Esta no parece ser su noche, pero insiste.
Las prostitutas como Sophie, procedentes de Sierra Leona, Guinea y otros países africanos, han revolucionado la prostitución en La Rambla. Las mujeres que tradicionalmente ofrecían allí sus servicios están más desplazadas que nunca y no saben si aguantarán mucho la competencia. 'Son más jóvenes que nosotras y utilizan todos los sistemas para hacerse ver'. 'Son unas impresentables', sentencia una prostituta veterana, instalada en un lateral de La Rambla. Los métodos de las recién llegadas las tienen en pie de guerra. 'Tocan a los peatones, les dicen de todo y algunas no respetan ni a los que van con su mujer'.
'Son unas impresentables', reprocha una veterana del lugar
Pero la indignación que despiertan entre las prostitutas mayores es casi tan grande como la compasión que sienten por ellas. 'Se las ve tan jovencitas que no entiendo cómo pueden haber llegado aquí', afirma otra mujer.
Las mayores no tienen miedo a hablar con los periodistas. La recién llegadas, en cambio, no se fían ni de su sombra. 'Trabajo en la calle, no tengo nada que explicar', se limita a decir la mayor parte de ellas al ser preguntadas. Pasada la medianoche, tres sierraleonesas que trabajan cerca del parque de la Ciutadella acceden a ser entrevistadas, aunque aclarando las cosas desde el principio. 'Yo no soy puta, ¿sabe? En mi país trabajaba como diseñadora de vestidos, estoy en ello porque tengo que comer, no porque me guste', explica una de ellas.
Se las ve jóvenes, pero ninguna admitirá tener menos de 18 años. Saben que ello las podría llevar directamente a un centro de menores, y es lo que menos desean después de haber llegado hasta Europa. Pero ¿cómo han llegado a Barcelona? 'Crucé el estrecho en un transbordador, pero al no tener documentos me hicieron un certificado de expulsión. Ahora no puedo trabajar; de hecho, es como si no existiera'.
La policía, como los vecinos de la zona, prefiere mirar hacia otra parte cuando pasan cerca de estas chicas. Todas ellas son invisibles. Pero los clientes sí las ven. Las repasan de arriba abajo.
Montados en sus coches, los hombres preguntan por sus servicios. Son baratos, mucho más económicos que en un club, y ello, junto a la novedad que representan, atrae a mucho curioso. 'Te lo hago por 3.000 pelas; si quieres habitación, 5.000', explican una y otra vez. Algunas palabras, pocas, ya las pronuncian en castellano. Lo han aprendido en Madrid, el punto de llegada de muchas de ellas y el lugar donde se iniciaron en este trabajo.
Una vez allí siguen los mismos pasos que los inmigrantes -hombres- de su país. Como ellos, se dirigen a Barcelona engañados por todo tipo de rumores sobre supuestas facilidades para conseguir la regularización. Pero el miedo a ser expulsadas hace que no se queden mucho tiempo. Las que consiguen un lugar donde vivir cambian constantemente de domicilio. Van de pensión en pensión, y si hay suerte recalan una temporada en algún piso compartido. De día salen poco. Entre las sombras de la noche se sienten más seguras y en medio del bullicio de La Rambla intentan mezclarse con sus compañeras. Si hay suerte, caerán tres o cuatro hombres; los sábados alguno más. Cuando se acerca el cliente, bastan cuatro palabras para subirse a un coche extraño.
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