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Columna
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Dublín

En los últimos días se ha desatado una fiebre joyceana en los medios que no deja de comparar Sevilla con Dublín, lo cual me entusiasma mucho. Desde el año pasado, en un pub irlandés junto a un antiguo patio de mezquita, se lee en comunión de devotos la obra del inmortal hombre del bigote, tan llena de verborrea como de genialidades, y luego una procesión sale de allí a celebrar el Bloomsday con el famoso desayuno de riñones y, supongo, la visita obligatoria al barrio de los lupanares, nuestra Alameda de Hércules. A mí la iniciativa me parece muy encomiable, salvedad hecha de que a algunos se les vayan el frenesí y las teclas del ordenador de las manos y comparen la columna de Hércules con la de Nelson y el Guadalquivir con el Liffey: Dublín no debe de tener demasiado que ver con esta tórrida ciudad del Sur más allá de que ambas son católicas y están mal cuidadas, al menos para un turista de los que sólo miran folletos o reparan en el aspecto visible de los monumentos. Me llena de alegría que cada año un grupo de visionarios convierta estas calles en las de un lugar más fresco, verde, remoto y exótico, con piedras celtas donde ahora crecen árabes: me siento de algún modo hermanado con ellos, porque, si yo no he descubierto Dublín por ninguna parte, sí he visto El Cairo, París y Venecia, y estas entrevisiones nos convierten a todos en tránsfugas, en viajeros sobrenaturales, dispuestos a trasponer las brechas del espacio y del tiempo en cuanto una buena atacada de literatura nos lo hace posible.

El hecho incontestable de que cada ciudad puede ser muchas me recuerda eso que tanto repiten los críticos sobre las buenas novelas, que poseen tantas interpretaciones como lectores: la ciudad es un libro abierto en el que sus paseantes se miran, encontrando aquí y allá la ubicación de sus esperanzas y temores, identificando los edificios donde tuvieron lugar una fiesta de máscaras, un adulterio, la muerte de un poeta, sucesos que ocurrieron en Bombay y en Londres pero que hallan aquí, en nuestra ciudad, su enigmática y forzosa sede. Para mí, los laberintos del París de monsieur Dupin, en los cuentos de Poe, siempre quedarán fundidos a los intestinos del barrio Santa Cruz, la zona que yo recorría paseando con mi padre antes de regresar a casa y de que el baño y la cama me condujeran hasta los asesinatos de la Rue Morgue. Estoy seguro de que muchos de esos prosélitos distraídos que ahora deambulan por Sevilla descifrando el rastro de Stephen Dedalus pudieron imaginar que Molly Bloom esperaba a su marido en un chalecito del Porvenir, o que el gran Leopold desayunaba asaduras en un puesto del Altozano.

Todos estos pensamientos me hacen vislumbrar que las ciudades no existen realmente, que están por hacerse: cada día espectadores de películas, consumidores de telenovelas, lectores de pelajes varios la van levantando, sumándole barrios, trazando calles. Dicen que la realidad es el resultado de sumar rutinas individuales, de la aceptación compartida de una ficción: las ciudades pertenecen a ese mismo reino vaporoso de fantasía y humo, y el tejido con el que están fabricadas es el mismo que soporta el mimbre de nuestros sueños.

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