Memoria de un genocidio
La condena por un tribunal belga a penas de entre 12 y 20 años de cárcel a cuatro ruandeses, entre ellos dos monjas católicas, hallados culpables por un jurado de ayudar a los hutus en su gigantesca matanza de tutsis en 1994, está destinada a hacer historia legal. Es la primera vez que un jurado ordinario de un país -Bélgica en este caso, antigua potencia colonial- enjuicia a sospechosos de crímenes de guerra de otro, Ruanda. Y ha sido posible en aplicación de una ley belga de 1993, modificada en 1999, que atribuye a sus tribunales jurisdicción universal sobre criminales de guerra, independientemente de su nacionalidad y de donde hayan sido cometidos los delitos.
Más de medio millón de tutsis y hutus fueron asesinados en Ruanda en 1994, en una de las carnicerías étnicas más inauditas contempladas por el siglo XX. Los cuatro enjuiciados en Bruselas durante dos meses -un ex ministro del país africano, un antiguo profesor y las dos monjas benedictinas- contribuyeron en diferentes grados a la perpetración del genocidio, cuyos instigadores y culpables máximos permanecen todavía libres, huidos o refugiados en diferentes países.
El tiempo va desvaneciendo aceleradamente las posibilidades de hacer justicia sobre un crimen colectivo largamente ignorado, como la misma África, por los máximos poderes internacionales. Todo lo que el Tribunal ad hoc de Naciones Unidas para Ruanda ha conseguido tras casi siete años de actividad es condenar a ocho figuras menores de aquel holocausto negro. El proceso de Bruselas, en el que han comparecido medio centenar de testigos llegados de Ruanda, no ha gustado a todos en la antigua potencia colonial, pero tiene el mérito incontestable de haber hecho revivir, en el corazón de Europa, un crimen contra la humanidad que se pudo cometer por la vergonzosa pasividad de la comunidad internacional cuando ocurrieron los hechos. Bruselas representa, además, un serio toque de atención, uno más, para los criminales de guerra, pasados, presentes o futuros, que pretendan encontrar santuario fuera del escenario de sus tropelías. Y supone también un nuevo clarinazo sobre la urgencia del Tribunal Penal Internacional.
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