En el laberinto
¿Existe el arte contemporáneo? De lo que no cabe duda es de que también en Barcelona -la bella durmiente de la globalización- hay galerías, hay museos, hay instituciones públicas y privadas que dicen proteger el arte y gastar en ello muchísimo dinero, hay críticos y hay montones de artistas que aspiran a encontrar su público. En teoría, pues, hay oferta; que esta es la palabra mágica que hoy da testimonio de la existencia de algo. Lo cual quiere decir que, al menos, hay una estructura montada para convencernos de que el arte existe entre nosotros.
Hay quien cree, por ejemplo, que ir a Ciutat Vella a ver una exposición patrocinada por los neumáticos Michelin en 'primicia mundial' es estar en contacto con el arte. No digo que no sea así, pero cualquiera que asista a este acontecimiento -en la Capella dels Àngels con patrocinio municipal- observará la extraña y extraordinaria similitud de la basura amontonada en las papeleras de la plaza del Macba y calles adyacentes con el contenido de dicha exposición y podrá llegar así a la -errónea- conclusión de que el arte, en Barcelona, está por todas partes. Es decir, que nos sobra creatividad. Y todos tan contentos.
Claro que acabo de hacer una caricatura, pero es una caricatura que se repite ad infinitum desde hace años y que ha creado toda suerte de malentendidos hasta el punto de que la basura se venera -se protege y se subvenciona- como si fuera un milagro. Y todo ello sucede en la más absoluta impunidad porque, a fin de cuentas, ¿quién está legitimado hoy para asegurar si esto, o cualquier otra cosa, es o no arte? Paradójicamente, en la época de la diversidad y la pluralidad real es cuando los dogmas -también los estéticos- se imponen con mayor facilidad. Además de estar muy claro que el buen gusto estético es una rareza exótica para los que nos resistimos a creer -como antiguallas que somos- que son el mercado o las instituciones los que lo determinan.
La otra tarde, en el Convent dels Àngels, sede del Foment de les Arts Decoratives (FAD), un puñado de personas cualificadas y convencidas de que el arte contemporáneo existe intentaron inventariar en un debate público los problemas que creadores, artistas y, en fin, el arte, tienen en esta ciudad. Se dispuso una pizarra para resumir el estado de la cuestión y en ella figuraron 16 ítems acusadores que, dicho sea como novedad insólita, fueron planteados con toda modestia. De esta breve enumeración -entre la que destaca el carácter conservador del mercado barcelonés, la inoperante buena fe institucional o la falta de puntos de encuentro efectivos entre todos los participantes del proceso comunicativo del arte- me atrevo a concluir que realmente es un milagro muy gordo el hecho extraordinario de que el artista encuentre su público y viceversa: que el público -que es tan plural como las propuestas- encuentre sus artistas.
Hay unos artistas, inquietos, que buscan y que ejercen un oficio prehistórico. Y, desde luego, estamos los mirones, que también buscamos esa obra que nos conmueva hasta estremecernos. El arte no ha dejado de tener esta elemental función. Unos y otros, artistas y público, no sólo somos demasiados, sino que circulamos por un laberinto imposible: todo en él nos lleva a no encontrarnos nunca. Y ese es otro gran drama contemporáneo. Lo más interesante del debate, en el que había representantes de todos los eslabones de este fallido proceso de comunicación, fue su misma existencia: la posibilidad de plantear este extraño misterio que hace que disfrutar del arte sea tan complicado como encontrar una buena pareja con la que compartir la convivencia. Hoy por hoy, como en otras cosas de la vida tocadas por el individualismo, la gran dificultad son los proyectos en común. Y el arte también lo es.
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