Alcaldesa faraona
Así, a bote pronto, no sabría decir si la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, ha tenido una idea brillante o útil a lo largo de los muchísimos años que gobierna la ciudad. Es posible que sí y la memoria me flaquee, o lo más probable es que no la haya tenido y esa ha constituido, precisamente, su patente de corso para encallecerse en la poltrona, de la que al parecer no será desalojada en tanto viva y quiera perpetuarse. La simbiosis entre esta dama y el vecindario que la aclama -más que le vota- es un portento sociológico que está requiriendo el diagnóstico de los estudiosos o, cuanto menos, del psicólogo social. En todo caso, no se le puede poner la menor objeción a su legitimidad e identificación con el electorado afín.
Nos consta, por otra parte, que las críticas, incluso las más corrosivas, le resbalan, pues no merman un ápice su crédito. Aunque la misa le vaya por dentro, la señora metaboliza la acrimonia y sonríe sabiéndose consolidada o fosilizada en el cargo. A mayor abundamiento, y no diremos que injustamente, Valencia vive un momento dulce que se constata a menudo en el grato eco que suscita en los medios de comunicación foráneos y en la misma percepción de los administrados, encandilados ante las proezas urbanísticas que están colmatando el plan general de ordenación urbana y pariendo una periferia tan espectacular como despiadada para con la huerta residual. Un mérito dudoso, pero sin duda brillante.
Este carácter personal y bonanza política no le eximen, sin embargo, de que periódicamente afloren algunas lagunas reveladoras de su negligencia o indiferencia acerca de lo que debe reputar asuntos menores, pero que a nosotros nos invitan a preguntar en qué demonios invierte sus años de gobierno. Es el caso de las multas de tráfico, cuya gestión ha venido a resultar gravosa para el Ayuntamiento, aunque no para el concesionario de su cobro. ¿Qué pez gordo estamos cebando con nuestras infracciones? Es el caso, añadimos, del vacío legal que existe a la hora de disciplinar las mesas y sillas que invaden la vía pública, como si se tratase de un fenómeno ar súbito que ha sorprendido en mantillas a los servicios jurídicos de la corporación. Y no digamos de los andamios que se perpetúan y se convierten en basurales, sin mentar el riesgo de que un día se desmoronen sobre los viandantes. Tres años permanece uno en la calle de Roteros -vial obligado a la Universidad Menéndez Pelayo- invadiendo en su mitad la calzada y nutriendo la voracidad de las ratas a la par de la ira de los vecinos, presiento que castigados por votar al PP. Evocar ahora el tantas veces denunciado en la calle de Juristas esquina a Caballeros, frente al Palau de la Generalitat, debería sonrojar -de ser ello factible- a tan jovial edil.
La nómina de desatenciones o incompetencias es prolija y, entre otros apartados incluiría el desmadre del mobiliario urbano, la estética horrible de los rótulos comerciales o la inexistencia de rotulación en numerosas calles, el sempiterno problema de la contaminación acústica o el estacionamiento en doble fila, expresivo de la mala educación cívica tanto como de la flaca voluntad política para poner orden. Pero nuestra alcaldesa no está para estas minucias, que lo suyo es labor de faraona especializada en grandes bulevares. La calle para quien la pisa, que lo suyo son las crujías.
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