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Reportaje:

El furtivo adiós de un 'hombre bomba'

Sólo un puñado de amigos vela los restos invisibles del terrorista que atentó contra una discoteca israelí

Said Huatari, de 22 años, no pasará nunca a la historia. Los habitantes de Kalkilia, en el borde oeste de Cisjordania, quieren olvidar el nombre de este kamikaze de Hamás, que el pasado viernes se suicidó en una discoteca de Tel Aviv matando a una veintena de jóvenes. Su único testamento político lo constituye un sobre con 350 chequels (la moneda palestina e israelí) y su carné de identidad.

El local social del barrio de Hassaini, en Kalkilia -40.000 habitantes-, se convirtió ayer en la sala de pompas fúnebres del joven Said, el penúltimo hombre bomba de las brigadas de Ezzedine Al Qassam, el brazo militar de Hamás. Una enorme pancarta escrita en negro sobre una sábana blanca saluda en silencio en la puerta del edificio la gesta de este mártir -shahid- que aseguran que murió en una acción militar. Es el único homenaje. Una docena de amigos y familiares velan los supuestos restos invisibles de este muchacho -los verdaderos se encuentran en poder de las autoridades israelíes-, mientras sorben café espeso de tazas diminutas de porcelana y picotean de una única bandeja de dátiles negros. La mayoría de los vecinos tratan de pasar de puntillas por delante de la casa mortuoria, evitando entrar en ella, como si les diera miedo comprometerse con el autor de la mayor matanza terrorista desde que se inició la Intifada.

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'Déjeme que me guarde mi opinión sobre la acción que llevó a cabo mi sobrino', dice solemne su tío Abdalá, de 50 años, vendedor ambulante de verduras en el mercado. Quiere preservar intacta la última imagen del muchacho, el mismo viernes del atentado, cuando acudió al zoco para saludarlo, comprar un pantalón y una camisa, atender una llamada de su teléfono móvil y perderse entre el gentío en cuanto el muecín empezó a llamar a los fieles a participar en la oración del Magrib, la que coincide con la puesta del sol.

Said Huatari, que se suicidaría con su paquete bomba cinco horas más tarde, no ha dejado ningún rastro. Al contrario que otros kamikazes, no ha habido ni una carta escrita encima de su cama, ni un vídeo filmado de antemano, leyendo el Corán con un fusil en la mano. Su único adiós ha sido un sobre en el interior del cual había 350 chequels -siete días de sueldo- y su carné de identidad.

Este chico bomba se ha ido con la misma discreción con que llegó hace dos años del campo de refugiados de Rusaifa, en Zarka, cerca de la capital jordana, donde había nacido en el seno de una familia oriunda de Kalkilia, en la que la única obsesión del padre -obrero de la construcción- era dar de comer a sus nueve hijos. Said, que estudió en una escuela técnica el oficio de electricista y llegó al grado de sargento durante su servicio militar en el Ejército jordano, regresó a la casa de sus ancestros con la esperanza de trabajar en Israel.

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En el interior de su armario semivacío, tampoco hay nada. Ni un solo detalle personal. Ni siquiera su uniforme de karateka con su cinturón amarillo. Se diría que en las últimas horas ha pasado la policía por aquí, llevándose cualquier detalle que permitiera identificarlo a él o a sus cómplices.

'Era un joven más de esta ciudad, que desde hace ocho meses los israelíes mantienen cerrada. Era uno de estos 6.000 obreros que a diario acudían a Israel a trabajar y que ahora están en paro. Fue víctima de la desesperanza', asegura el alcalde Maaruf Zaharn, de 45 años, profesor de Universidad, contable celoso de las víctimas que Kalkilia ha sufrido en esta Intifada: 17 muertos, 2.000 heridos y un suicida.

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