La agenda y los afectos de Laín
Cada año, por diciembre, Pedro Laín, que colaboró con nosotros desde los primeros días, pedía una agenda de EL PAÍS. Puntual, aquel hombre que ya había superado los 70 años y seguía yendo a pie a todas partes, llamaba al diario con la constancia humilde de los primerizos y pedía ese regalo minúsculo. Un día le pregunté por qué precisamente quería las agendas en formato pequeño: 'A mi edad los compromisos caben en la mitad del espacio'.
Era un colaborador asiduo, pero no insistente; en los primeros años de nuestra historia -es decir, de la transición- se ocupó de recordarse a sí mismo, recordándolo a todos, la memoria terrible de la contienda civil, para que nadie olvidara lo que pasó, para que no pasara otra vez, para que no pasara nunca.
Desafió -en la radio de entonces, en la prensa, en las conversaciones, en la actitud- a los que veían en la reconciliación una forma de claudicar; su redoble de conciencia no fue el de Blas de Otero, pero tuvo su eco, lo alcanzó a base de nobleza y de voluntad, de insistencia.
Sus artículos eran precisos y melancólicos, es decir, conscientes del valor de la vida que pasa. Los escribía a mano, por las dos caras, y muchas veces teníamos que descifrar su letra menuda e inclinada para que él siguiera presumiendo de la claridad de su escritura.
Hasta el otro día siguió cultivando, con las duras penas de la edad, esa caligrafía que mantenía con orgullo. Acudía a todas partes, siempre que la convocatoria valiera la pena, y en los últimos instantes de su vida activa, es decir, hasta ahora mismo, iba siempre provisto de una pequeña carpeta de cuero ajada de la que, de vez en cuando, sacaba esas notas que durante más de 60 años fueron de reconciliación y de esperanza.
De la agenda, consta, no tachó nunca ningún afecto, ningún porvenir, era un hombre con la conciencia repleta de entusiasmo. Vivió tanto porque vivió para otros.