Para nada
Basta asomarse a un periódico para ver que la inmigración está trayendo abundantes jaquecas. Como ésta: con muchos africanos ha llegado a España el rito de la clitoridectomía. Ya se sabe, poner salvajemente a las mujeres en el trance de exclamar con Jorge Manrique, '¡Cuán presto se va el placer!', si ya lo han acordado; y si no lo han acordado, tristes por no haber comprobado en carne propia si da dolor o no. Es asunto que no debe tomarse a ligera: hay que alzar sin contemplaciones nuestra ley frente al cuchillo cercenador. Y como todo mal deja huella en el lenguaje, ya tenemos una palabra nueva: la radio -aún no la he leído- habla de mujeres ablacionadas; si hay hombres capados, ¿por qué negar el participio al otro sexo?
El desenfado con que se inventan palabras como ésa es uno de los rasgos más evidentes del español actual. Dada la recatada modestia de nuestra lengua, tales invenciones eran muy mal vistas en el pasado, pero ese pudor ha perecido ya con otros pudores antiguos. Aunque bien mirado, tampoco hay por qué amordazar a los traviesos: si exigimos libertad, que hablen como quieran. El mandatario, bien es sabido, era el elegido por el pueblo -o el dictador- para que gobierne, es decir, un mandado para que mande. Más que traviesa se mostró una conocida comunicadora al decir: 'Desde que mandata Bush...', no recuerdo qué mandataba, pero ella se divirtió haciendo una higa al diccionario, y arrebatando al pueblo yanqui la potestad de mandatar, para entregársela a Bush. ¿En quién mandata el gran mandón, si ya no tiene a quién? Por lo pronto, ella y otros han convertido mandatar en un suplente con más amplia hechura -los exiguos de idioma optan siempre por lo más largo- de mandar.
Este gracejo contagia también su alegría a la gramática. Una de esas noticias macabras, que tanto gustan a los medios sin excepción -ábrase el televisor durante la comida para comprobarlo- rezaba así en un diario del mes pasado: 'Un podólogo degolla a su empleada porque quería despedirse', en la que, aparte su ambigüedad, aparece ese lindo degolla -igual que de arrollar decimos arolla-, y que tanto satisfará a los analogistas profesos. El hallazgo abre el camino a una insurgencia digna de César: ¡mueran los verbos irregulares! Pero no triunfará sin grave oposición de quienes se empeñan en hacer usos desinhibidos de la gramática, y van por el mundo de anomalistas. Como esa otra gentil presentadora de un celebrado concurso televisivo, que, sin perder su encantadora sonrisa, decía hace poco a unos concursantes: 'Lleváis consigo 33 puntos'. Se rebelaba así contra esa lacerante obligación que impide concordar la segunda persona (lleváis) con la tercera (consigo). No sé, en cambio, si hubo desvío en quien, transmitiendo por televisión una corrida de la Maestranza, justificó un mal par de un peón de Jesulín 'por su envergadura reducida'. ¿Es que el peón tiene cortos los brazos?; si es así, el comentarista habría acertado, y el banderillero tendría mucho mérito por osar serlo. Pero si se limitaba a ser bajito, esa envergadura constituía sólo la millonésima proclamación del disparate.
Sin embargo, una de las novedades más rápidamente implantadas por nosotros ha sido ésta: -'¿Tú crees que se irá por fin ese señor? -¡Para nada!'. Esta ingeniosa negación, habita, me parece, entre gente con un punto más de finura que el común, el cual sigue respondiendo no o quia si habla por lo breve, o, si se pone enérgico, optando por ni hablar, de ninguna manera, ni mucho menos, de ningún modo, que te crees tú eso y expresiones así; se exceptúa algún viejo que en sus tiempos estudió latín, y que será capaz de responder, a lo humanista, nequaquam.
La génesis de esta invención parece clara: apareció como simple refuerzo al igual que otras formas de negar; de 'No lo temo en absoluto', este rotundo apéndice se autodeterminó, se independizó y pasó a ser un soberano y rotundo no. 'Lo temes -En absoluto'. Eso mismo ocurrió con este para nada de hace pocos años, a través de fases, como las siguientes, que partían de un depauperado sentido final originario, y que ha llegado a extinguirse del todo: 'No la dejan salir para nada', 'Con esto no tengo para nada', 'Su enfado no le sirvió para nada', 'En la reunión, para nada intervendrán los ministros', 'No cuento para nada', 'Ese individuo no me gusta para nada', etc. Pero María del Monte, en 1990, rechazaba el infundio de que en el Rocío sólo hubiera borracheras; por el contrario, lo que hay, decía, es mucha devoción. Pero le parecían mal unas vallas que ponían para retener a los romeros: 'A mí, no me gustan para nada', sentenciaba, sin el más remoto sentido final. Por entonces, en ámbito artístico bien diferente, un personaje de la admirable Paloma Pedrero preguntaba a otro si le estaba dando la tabarra; y éste contestaba 'No, para nada'. Era ya el paso decisivo: el significado de no había invadido el de para nada; y la ablación del no, hoy tan en auge, vendría a poner un punto de exquisitez a la energía.
Gusta proclamar alguna vez una noticia buena: parece que el idioma jurídico, tan amojamado y mustio hasta ahora, va a recibir un enérgico tratamiento rejuvenecedor para hacerlo más claro y elegante. Así lo declara en su exposición de motivos la Ley de Enjuiciamiento Civil del año 2000, donde dice: 'En otro orden de cosas, la Ley procura utilizar un lenguaje que, ajustándose a las exigencias ineludibles de la técnica jurídica, resulte más asequible para cualquier ciudadano'. Para ello, sigue, va a 'mantener diversidades expresivas para las mismas realidades'. Y ejemplifica ese recién nacido desparpajo anunciando que se dispone a utilizar como sinónimas las palabras juicio y proceso, y que va a usar indistintamente pretensión y pretensiones, y acción y acciones. Sólo menciona estas audacias, pero hay más, muchas más. Así, en el párrafo citado, que comienza con el tópico periodístico, sonrojante en una Ley, En otro orden de cosas, utiliza asequibles por accesibles, solemnizando tan disparatada sinonimia.
Hay otras muchísimas audacias conspiradoras contra la ley del idioma, que tantos legistas no respetan para nada, y que es más antigua y universal que la de Enjuiciamiento. De contar con paciencia para leer la prosa de ese indigestible texto, saldrá disparado un dardo. De momento, ahí va un ejemplo de la claridad que de sí mismo proclama este aborto de las Cortes: 'Esta realidad, mencionada mediante la referencia a los consumidores y usuarios, recibe en esta Ley una respuesta tributaria e instrumental de lo que disponen y puedan disponer en el futuro las normas sustantivas acerca del punto, controvertido y difícil, de la concreta tutela que, a través de las aludidas entidades, se quiera otorgar a los derechos e intereses de los consumidores y usuarios en cuanto colectividades'. Olé.
Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.
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