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UN ESCRITOR MARGINADO
Columna
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Blanco White y la desmemoria española

El autor reflexiona sobre el olvido que ha sufrido Blanco White, punto de referencia para los defensores del concepto de ciudadanía en una España abierta y plural. Un homenaje al escritor y pensador del XIX se celebra desde ayer a mañana en Madrid.

En un conocido libro de ensayos sobre el liberalismo español del XIX, el nombre del pensador más notable de esta corriente constitucional, precursora del proyecto laico y republicano de Manuel Azaña, no aparece mencionado siquiera. Tal hecho, a primera vista incomprensible, dista mucho de serlo si tenemos en cuenta la existencia de un mundo oficial y académico en el que el encubrimiento del pasado conflictivo o molesto está a la orden del día. La razón invocada para justificar la omisión -Blanco White, exiliado en Inglaterra durante más de tres décadas y cuya obra primordial fue escrita en inglés, era un perfecto desconocido en la España de su tiempo y no ejerció, por consiguiente, influencia alguna- podría ser válida en un tratado compuesto en 1900 e incluso en 1950, pero no, desde luego, en un libro publicado a finales del pasado milenio. Como sabemos, los conocimientos a nuestro alcance en el campo de la historia -de una investigación interdisciplinaria capaz de leer diacrónicamente textos y contextos- rectifican o desmienten periódicamente esquemas y teorías previos en virtud del acceso a nuevas fuentes, tanto si se trata del arte y la literatura como de la filosofía y las ideas. Citaré un ejemplo esclarecedor. Cuando Faustino Sarmiento viaja a la Península en 1846, y en la exposición pesimista y sombría de su decadencia se pregunta retóricamente '¿cómo ha sucedido que la pintura haya muerto en España; pero muerto a punto de desaparecer completamente, como si jamás hubiese existido?', una objeción, y vaya una, nos viene enseguida a los labios: ¿y Goya? Su declaración perentoria, por chocante que nos parezca, tiene, con todo, una explicación. La obra de Goya, muerto en el exilio en Burdeos en 1828, era ignorada en la España de la época: su reconocimiento no vino sino mucho más tarde. Ahora bien, si la omisión del autor de Los caprichos y Los desastres de la guerra pudiera excusarse en un manual de pintura de hace ciento veinte años, ¿a quién se le ocurriría trazar ahora un panorama de la pintura española del XIX sin mencionar al Gran Sordo so pretexto de que no influyó en sus contemporáneos ni en las generaciones que le sucedieron? Y ¿qué decir entonces del Greco, cuya obra, arrinconada durante una larga siesta histórica en el desván de las creaciones estrafalarias y excéntricas, no resucitó sino al conectar con la moderna atemporalidad de nuestro museo imaginario? ¿Habría que excluirla también del canon de su tiempo? Desde la perspectiva actual, tales escamoteos serían motivo, más que de escándalo, de generalizada rechifla.

Blanco White fue sepultado en vida y condenado al olvido por sus enemigos naturales (el nacional-catolicismo hispano y las dictaduras, gobiernos e instituciones conservadores y reaccionarios), pero, dolosamente o no, los representantes más destacados de la corriente de pensamiento liberal que va a salto de mata desde las Cortes de Cádiz hasta la Restauración alfonsina le ignoraron también. Una alianza non sancta de prejuicios, intereses, misoneísmo y celo apostólico selló su tumba. Nuestro mejor escritor de la primera mitad del XIX se convirtió en un fantasma. Como en otros muchos casos, debemos a la vasta cultura e insaciable curiosidad de Menéndez Pelayo su paradójica reaparición en nuestro horizonte intelectual y literario, en el apasionado y virulento capítulo que le dedica en la Historia de los heterodoxos, la rociada de epítetos denigratorios con que le salpica (apóstata, infame, antipatriota, filibustero y otras lindezas) no cubre, con todo, una soterrada admiración. La violencia sañuda del ataque refleja nolens volens la importancia que le concedía. Ese 'renegado de todas las sectas, leproso de todos los partidos', nos dice al reseñar el siglo XVIII, compendia con Goya, precisamente con Goya, un 'archivo único en que puede buscarse la historia moral de aquella infeliz centuria'. Tras este emparejamiento revelador -elogio indirecto que me puso en el rastro del escritor heresiarca y maldito-, el silencio se prolongó varias décadas: la publicación del estudio de Méndez Bejarano en 1921 pasó inadvertida y sólo gracias a la labor de Vicente Lloréns, autor del sugestivo panorama del exilio español en Inglaterra, Liberales y románticos, Blanco White comenzó a emerger de su purgatorio y a aflorar a nuestras conciencias. Se imponía desde entonces la tarea de traducirlo a su idioma nativo y, simultáneamente, a la versión de Cartas de España de Antonio Garnica, reuní con la ayuda preciosa de las bibliotecas de diversas universidades norteamericanas la Antología de la Obra Inglesa, con una extensa 'presentación crítica', que, a causa de la censura franquista, se imprimió en 1972 en Buenos Aires.

Con la transición a la democracia y esa preciosa e inaccesible libertad de imprenta en la que soñaban los exiliados del XIX -recuerdo ahora a José Joaquín de Mora y su divertidísima Oda al garbanzo- cabía esperar razonablemente que la obra de Blanco White ocupara al fin el puesto que le corresponde en la historia de la literatura y de las ideas de su época, así como el que le concede la sorprendente actualidad de sus observaciones y análisis sociales, históricos y literarios. Por desgracia, no ha sido así y, tras una celebración pro forma de su singularidad y talento, la marginación prosigue por otros medios. La discontinuidad histórica de España, tan bien examinada por Lloréns, explica en gran parte que la normalización de nuestra cultura y su alineamiento con las del occidente europeo sea a menudo superficial: una mera remodelación de fachada. Lo juzgado extraño o heterodoxo en el relato canónico de la historia es barrido discretamente bajo la alfombra y el patrón cultural de la España de Aznar se acerca cada vez más, pese a las incongruentes invocaciones a Azaña, a un nacional-catolicismo aggiornato y al más rancio y sobado esencialismo noventayochista.

Si va a decir verdad, el conformismo cultural de los años de gobierno del PSOE había preparado el restablecimiento de esta atmósfera de triunfalismo y autoestima herida, tan anacrónicos como mezquinos. Citaré un caso ordinario, pero revelador, que se remonta a las conmemoraciones ruidosas del Quinto Centenario. Se me ocurrió la idea, que hoy considero peregrina, de proponer a una Universidad de Verano un curso sobre Blanco White en razón de su clarividencia y honradez respecto a la lucha independentista de las actuales repúblicas de Iberoamérica. Los ataques de Menéndez Pelayo al 'campeón de los filibusteros', cuya obcecación 'abominable y antipatriótica', nos dice, concluiría años más tarde con un retrato -¡horror de los horrores!- 'favorable a Bolívar' y la calificación de 'agradable noticia' a la derrota de los colonialistas en Ayacucho, aconsejaban, a mi entender, si no una reparación solemne, al menos una rectificación modesta. La lucidez de un escritor que, como Blanco, evoluciona a lo largo de sus Cartas de Juansintierra de la defensa de igualdad de derechos entre españoles y americanos a la idea de una comunidad de naciones hispánicas, y de ésta, en vista de la ceguera de los gobiernos españoles, a la inevitabilidad de la independencia, sería realzada en cualquier otro país europeo como ejemplo de valentía intelectual y perspicacia histórica y elevada por ello a los cuernos de la luna. Sobre tal autor (inglés, francés, holandés, belga...) lloverían los homenajes y sus obras serían distribuidas en las antiguas colonias en justa retribución a una pluma que supo anteponer el amor a la justicia a cualquier otra consideración y se anticipó con intrepidez a las ideas de su tiempo. Mas España es un caso aparte y, como escribí hace casi treinta años, 'la índole del amor de Menéndez Pelayo, y los que como él piensan, profesan a los pueblos liberados por Bolívar cuando se hinchan la boca de frases sonoras y nombres talismánicos como Raza, Hispanidad y Madre Patria'... pone de manifiesto la existencia tenaz de un doble rasero, puesto que el vituperado defensor de aquéllos en su parto sangriento permanece aún en cuarentena un siglo y tres cuartos después de los hechos. En corto, las conmemoraciones del Quinto Centenario no incluyeron la menor referencia a Blanco White y todo se redujo a un pomposo concurso de flatus voci y gesticulación para la galería.

El autor de Cartas de España nos brinda así una prueba convincente del funcionamiento de los mecanismos de censura de quienes adaptan sus ideales patrióticos y sus más prosaicos intereses a una imagen icónica de lastimado orgullo y extinta grandeza, mecanismos que conducen del encubrimiento a la manipulación, y de ésta, a la falsificación. Pues la valía excepcional de su obra la convierte no sólo en un punto de referencia indispensable para los defensores del concepto de ciudadanía en el marco de una España abierta y plural, sino también en una serie de dominios y disciplinas que conciernen a nuestra visión crítica de la cultura, la religión y la sociedad.

Su análisis de la intolerancia católica se aplica tanto al fanatismo de los talibán, de la Iglesia ortodoxa serbia o de los fundamentalistas del sionismo en Palestina como al de las iglesias marxistas del desaparecido bloque soviético y a sus últimos y tristes residuos. Cuando la teología y las esencias nacionales embebidas de fervor religioso ocupan el campo de la política y la sustituyen con sus credos y dogmas no hay solución posible a los conflictos étnicos y nacionales como los que hoy ensangrientan el planeta desde Indonesia a los Balcanes. Como ironizaba nuestro autor, 'los que tenéis raíces en el cielo / nunca podéis dejar en paz el suelo'. Recordemos el dicho: la razón es un jinete ligero y fácil de descabalgar. Los patriotismos que únicamente miran atrás y fomentan lo privativo no atienden a razones: se apoyan en sentimientos y creencias viscerales. En una España que económicamente va a más y culturalmente a menos, una voz clara e independiente como la de Blanco White resulta más necesaria que nunca.

Las reflexiones de Juansintierra sobre la Constitución de Cádiz merecen ser releídas a la luz de cuanto acaece en Euskadi. En buen enemigo de todo absolutismo y de la entronización del credo romano como religión oficial, su autor nos recuerda oportunamente que el marco constitucional del que ha de dotarse España no debe ser perpetuo e incuestionable ni convertirse en materia de fe. 'Si se hace creer a la nación española', escribe, 'que su constitución presente es tan una e indivisible que no se le puede alterar ni un artículo, sus enemigos le persuadirán que todos deben venir por tierra'. En la medida en que la vida prosigue y la sociedad evoluciona, dice en síntesis, hay que adecuar las leyes de forma flexible a dicha evolución y no encastillarse en lo supuestamente intangible. Los pactos sociales son renovables y pueden ser sometidos, si las circunstancias lo aconsejan, al consenso de los ciudadanos sin ningún apriorismo ni recurso a la fuerza.

Una panorámica del pensamiento de Blanco White debería abarcar un abanico de temas que van de su crítica mordaz a la misoginia e hipocresía del celibato eclesiástico y la valiente denuncia, con su coetáneo Antillón, del infame comercio de esclavos a una revisión del pasado historiable de España en la que hallamos en germen algunos enfoques e ideas de Américo Castro y a una crítica innovadora de nuestra literatura medieval, renacentista y neoclásica.

El estruendoso silencio con el que se acoge en España a cuanto resulta perturbador y amenaza las ideas comunes, opiniones mostrencas y el estatus social y económico de los intelectuales orgánicos, ¿proseguirá todavía en este nuevo siglo? Esperemos que no. La línea del pensamiento constitucionalista y republicano de Pí y Margall, la Institución Libre de Enseñanza y Manuel Azaña -soporte indispensable de cualquier proyecto educativo y cívico, opuesto a la ignorancia protectiva y heredado apoltronamiento de los mandarines y burócratas culturales-, no puede permitirse el error de prescindir de un intelectual del fuste excepcional del autor de las bellísimas Cartas de España.

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