Invisibles
La mujer invisible avanza por el pasillo. Viste de azul. Un estudiante deja caer un cigarrillo encendido, traza un semicírculo perfecto en torno a ella y entra en el aula. La mujer barre el suelo, silenciosa, neutral. Si la miras sonriendo y la saludas tres días consecutivos, al cabo del último conjuro se te aparecerá en toda su espléndida humanidad. Como ella, un centenar y medio de trabajadores de empresas concesionarias de servicios diversos se encargan de las tareas humildes y necesarias de limpieza, mantenimiento o restauración. Son invisibles, carecen de voz y, por supuesto, no votan, pues no están representados en el muy corporativo claustro que elegirá al nuevo rector de mi universidad. Espero que el vencedor acoja mi primer ruego: el respeto por el trabajo ajeno, que pasa por medidas tan sencillas como llamar la atención a quienes arrojan cigarrillos al suelo. Uno anda ya fatigado de avergonzarse cuando nuestros visitantes miran atónitos los suelos encolillados de nuestros pasillos.
La Universidad es cautiva de sus profesores vitalicios y envejece, sin dar paso a jóvenes doctores. El nuevo rector de la Pompeu Fabra debería quebrar estas inercias
También causa sonrojo confesar que los universitarios profesionales disfrutamos de las 200 plazas de aparcamientos de la universidad sin pagar un céntimo por ello. No escribiré que ignoro las razones por las cuales los impuestos de la mujer invisible y de los universitarios que acuden a su trabajo a pie o en metro deben sufragar mi plaza de aparcamiento, pues las conozco de sobras: los funcionarios de la universidad protestaríamos airados contra quien, como yo estoy haciendo ahora, propusiera cobrar el precio de mercado por el derecho a aparcar. Es lástima, pues con esos dineros podríamos financiar becas o, incluso, un sobresueldo para nuestros investigadores más brillantes.
Los dos modestos ejemplos anteriores muestran el ensimismamiento y la miseria de nuestras universidades públicas. Hay más: la aburrida apelación a la autonomía universitaria suele ser la coartada de quienes se niegan a reconocer públicamente que la Universidad es cautiva de sus funcionarios y, en particular, de sus profesores vitalicios. En mi universidad, hay unos 70 catedráticos y algo más de 200 profesores titulares. Aunque todavía somos menos veteranos que los de otras universidades catalanas, rige para todos nosotros algo que a mí me ocurre hace años: los padres de mis estudiantes son más jóvenes que yo. Y es que la Universidad catalana envejece sin remedio -medio año por curso, según afirma el consejero Andreu Mas-Colell-, y lo hace porque goza de pocos recursos, pero también porque los catedráticos y los profesores funcionarios favorecemos una política ultraconservadora de autoprotección corporativa que está dejando fuera de nuestras universidades a toda una generación de jóvenes doctores. El nuevo rector de la Universidad Pompeu Fabra debería quebrar esta línea de tendencia. De paso podría leernos la cartilla: urge pasar de 120 horas de docencia anual a 150 reales. Un profesor con sueldo completo no puede pretender cobrar más de lo que produce su última hora de clase: las mujeres invisibles no son estúpidas.
Junto a los profesores funcionarios, una miríada de asociados, ayudantes, becarios y algunos profesores visitantes bregan con 7.315 estudiantes (hay otros 1.513 en centros adscritos). No podemos perder la ocasión de garantizar una carrera espléndida a los mejores. El nuevo rector debería proclamar que va a reforzar a los grupos de investigación más dinámicos y competitivos, que apoyará la estabilización de los jóvenes más prometedores, que se reconocerá el trabajo bien hecho de los docentes más esforzados, que la Universidad Pompeu Fabra seguirá abierta a los mejores, vengan de donde vengan. Hay que reivindicar más recursos, pero hay que reforzar la exigencia de evaluaciones externas e independientes del trabajo realizado, de la investigación que se lleva a cabo. En particular, jamás deberían formar parte de las comisiones de selección y evaluación docentes cuyo futuro profesional dependa de las decisiones que aquéllas adopten.
La Universidad Pompeu Fabra tiene un presupuesto aprobado para este año de unos 8.750 millones de pesetas, de los que 5.200 se gastan en pagar a su personal. Es bastante dinero, pagado por ciudadanos invisibles que nunca votarán en un claustro a ningún candidato a rector. En España, las universidades públicas son entidades autónomas estructuralmente perversas: no dependen del mercado, pues no generan los recursos que gastan ni pueden quebrar, pero tampoco lo hacen del electorado, pues los cargos universitarios son elegidos por sus propios funcionarios y por un sector legendariamente minoritario del estudiantado. Los efectos de semejante diseño institucional son bien conocidos: cargos débiles, gestión ineficiente, multiplicación de comisiones compuestas por un porcentaje significativo de incompetentes, discusiones interminables, decisiones erráticas, huida de los mejores, etcétera. Hasta ahora mi universidad ha sabido evitar las peores de estas consecuencias. Pero los resultados de una política universitaria sólo devienen visibles a largo plazo. La defensa de la Universidad pública sólo es posible desde la lucha implacable por su calidad.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de derecho civil de la Universidad Pompeu Fabra.
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