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Columna
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Cataluña: el espejismo vasco

Josep Ramoneda

La fragilidad de los escenarios políticos hace que toda elección tenga incidencia tanto sobre la palabra como sobre el estado de ánimo de los actores. Después de cada votación empieza una nueva pieza de teatro, aunque los cambios reales sean modestos. Un resultado electoral otorga la responsabilidad de gobierno a quien consigue mayoría suficiente y ofrece una fotografía del estado político de un país. Datos fundamentales que ningún análisis puede ningunear y que confirman o corrigen las estrategias en escena. Toda elección tiene ganadores y perdedores con las correspondientes consecuencias prácticas y psicológica. El poder de atracción del éxito es tal que se ven espectaculares ejercicios de recolocación para entrar en el campo magnético del ganador. Evidentemente, las elecciones vascas no han sido una excepción. No sólo eso: el impacto del resultado ha sido una honda expansiva que ha barrido la península con gran rápidez. Y el halo de la victoria del PNV se ha instalado en muchas cabezas, también en Cataluña. Dejo de lado las euforias del nacionalismo ideológico o las lecciones de los que, a pelota pasada, dicen que ellos ya sabían que no había otro resultado posible o la vulgaridad de los que al ver coincidir sus deseos con los resultados agitan el sufragio universal como si de un oráculo del bien y de la verdad se tratara. Me ciño estrictamente a los más aparatosos usos políticos del resultado electoral vasco.

La primera mente que se sintió tocada por el éxito del nacionalismo vasco fue la de Maragall, que sintió urgencia de hacerlo saber al parlamento y se encontró con el muro levantado por el entusiasmo convergente por el éxito de sus correligionarios. Del estado de decadencia de Convergència i Unió da cuenta la euforia que le ha provocado la derrota de sus socios del PP en el País Vasco. Fue Rivaldo el que dijo que muy mal debía estar el Barça para tener que confiar su suerte a las derrotas del Valencia. La reflexión vale para Convergència i Unió. Y la moraleja también: cuando se ha alcanzado tal estado de desesperación, la derrota ajena puede ser un alivio momentáneo pero nunca sirve para cambiar la trayectoria descendente propia. De las prisas de Maragall por afearle a Pujol la alianza con el PP en Cataluña que sus correligionarios del PSOE tienen en el País Vasco, lo que más sorprende es la nula respuesta a la contundente réplica de Pujol. Sobre todo teniendo en cuenta que Pujol dijo exactamente lo que todo el mundo sabía que diría. Pero Maragall tenía prisa para deslindar el abrazo a Nicolás Redondo en campaña de sus reticencias al pacto antiterrorista. Y lo demás era secundario.

Los días pasan y tanto Pujol como Maragall acabarán dándose cuenta de que los resultados vascos no les resuelven ninguno de sus problemas. Porque la euforia de Pujol por el fracaso de la llamada campaña antinacionalista del PP no le libra de la dependencia absoluta de los populares, que siguen condicionando su actuación como quieren y cuando quieren. Al contrario, hace más patético su encadenamiento al enemigo público número uno de los nacionalismos periféricos. Y haber evitado las comparaciones odiosas que un gobierno PP-PSOE en el País Vasco pudiera poner en manos de sus adversarios no libra a Maragall de lo que ya es un run-run constante: la necesidad de explicar qué quiere hacer en Cataluña. Porque podemos intuir que será distinto de Pujol pero creo que sería el momento de saberlo con argumentos concretos. Sería bueno que algún día en este país alguien ganara unas elecciones con valor añadido y no sólo por agotamiento del adversario. Maragall estuvo a punto de vencer en el 99 por el estado de deterioro de Convergència i Unió, en 2003 es probable que ya sólo pueda ganar si además acumula méritos propios. Si hacemos caso de la encuesta del CIS, por lo menos tendrá que convencer a Carod Rovira porque puede que Esquerra Republicana -la única que puede complacerse sin sonrojo alguno de la victoria del PNV- tenga la llave entre Maragall y Mas.

La primera consecuencia concreta de las elecciones vascas sobre las catalanas afecta al calendario. Maragall tendrá que esperar. Lo cual no es forzosamente bueno para él. El PP estaba decidido a provocar un adelanto electoral en Cataluña a finales de 2002. Era cuando todavía no se había roto el cántaro del cuento de la lechera que decía: 'y ganaremos en Euskadi y después seremos la primera fuerza de la derecha en Cataluña y seremos felices y comeremos perdices'. Ahora el PP está sumido en el desconcierto porque siente como si el viento que le llevó a la mayoría absoluta estuviera empezando a girar. Y Aznar ha perdido el hábito de pedalear a contracorriente. En tiempos de incertezas hay que seguir el consejo clásico de no hacer mudanza. De modo que todo hace pensar que el PP dejará que la legislatura catalana llegue a su término natural y que sea lo que Dios quiera. En la Moncloa se buscan ideas para remontar la moral y, de momento, parece que Josep Piqué no sabe y no contesta.

Artur Mas tiene tiempo por delante para crecer -aunque sobre el uso que del tiempo se haga no hay nada escrito- y Pasqual Maragall para explicar su hecho diferencial. Salvo que piense ganar sólo por estilo. Teniendo en cuenta que cada vez se parece más a Pujol, quizá ahí esté el secreto de su discreción programática: para ganar piensa más en la continuidad que en la diferencia. Es verdad que Cataluña es muy conservadora electoralmente, en el sentido de que priman los que ya están -sea a nivel local o nacional- pero precisamente por esto para cambiar se necesitan razones poderosas. Y, a juzgar por los resultados, las elecciones de 1999 no fueron suficientes. ¿Será que en 2003 piensa ganar directamente como heredero de Pujol? Hay un deje de familiarismo en la política catalana del que ni el cosmopolitismo de Maragall parece querer librarnos.

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