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Tribuna
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Los no nacionalistas

Como tantísimas otras veces a lo largo de nuestra historia más cercana -la de todos en general, y la de este diario en particular- ha sido Máximo quien, en su viñeta de EL PAÍS del pasado martes, ha sintetizado mejor el complejo mensaje de las urnas vascas: 'ETA no, pero nacionalismo sí'. Sin embargo, en estos días de reflexión poselectoral, mientras se reclama de unos la asunción de la derrota y de otros que sepan administrar el triunfo; mientras la opinión pública demanda al Gobierno de Aznar, al PP y también al PSOE el reconocimiento de ciertos errores estratégicos, algún síntoma de autocrítica, determinados cambios de actitud o de discurso; cuando damos por supuesto que el escrutinio vasco sólo interpela y concierne a gobiernos y partidos políticos, estamos incurriendo en una grave omisión: olvidamos a la nutrida hueste de intelectuales y universitarios, a esos profesionales de un pretendido no nacionalismo tan presentes y activos en la reciente escena pública de Euskadi.

Me refiero a quienes, en los últimos tiempos, se han erigido en pensadores orgánicos del llamado 'constitucionalismo', hasta el punto de suplantar por entero a los partidos como definidores doctrinales de ese bloque; a quienes han sido los invitados estelares de las campañas tanto del PSOE como del PP; a quienes han sembrado los mítines de estas fuerzas y los contenidos de los medios de comunicación afines a ellas con tesis que, el pasado domingo, se revelaron completamente falsas: la definitiva y modélica españolización de Álava, la abstención como un gran depósito de votos estatalistas al que sólo era preciso abrirle el grifo -ésta es una idea muy común también en Cataluña-, el castigo inexorable que el PNV iba a recibir por el crimen de Lizarra, etcétera.

Que, a la hora de ponderar méritos y responsabilidades por los resultados del 13 de mayo, mirásemos sólo a los partidos y a sus líderes (a Mayor Oreja, a Redondo, al mismo Aznar...) olvidando a tanto filósofo o antropólogo, a tanto ensayista o sociólogo como ha tachonado el escenario preelectoral sería, además de erróneo, profundamente injusto. Porque no fueron los partidos -o no sólo ni principalmente ellos- los que procedieron a la grotesca satanización de Xabier Arzalluz, ni quienes -con ayuda de unas tomas falsas suministradas por Televisión Española- presentaron a Javier Madrazo como un pobre imbécil. No fueron los partidos los primeros en recurrir a la indecente analogía del holocausto -la estrella amarilla es algo demasiado serio para convertirla en ardid de mercadotecnia electoral- a fin de describir el Euskadi de Ibarretxe como un remedo del Tercer Reich, ni fue ningún político el que usó la tribuna del Parlamento Europeo para acusar al Gobierno democrático de Vitoria de complicidad con el terrorismo. No fueron tanto los partidos como las prédicas de esos creadores de opinión las que propiciaron los gritos de 'asesino' lanzados contra el lehendakari a la salida del funeral de Jaca; las que, en definitiva, trataron de imponer a los electores vascos un dilema perverso: el de reconocerse como víctimas o bien como verdugos.

Así, pues, bien está esperar de las cúpulas popular y socialista que extraigan de las urnas alguna lección, que revisen algún dogma, que asuman algún desacierto, aunque yo no confiaría demasiado en ello. Pero, ¿y esa tropilla de intelectuales y publicistas que ha azuzado a los partidos a radicalizar aún más su discurso, esos que describen el nacionalismo vasco -y, en su caso, el catalán- como una impostura, como un delirio criminal o un clientelismo casi mafioso? ¿Nadie va a pedirles ninguna explicación o enmienda? ¿Van a ofrecerla ellos motu proprio?

De momento, los síntomas son poco esperanzadores. Justo durante la jornada de reflexión del sábado, el conspicuo Jon Juaristi concedía una entrevista a la agencia oficial Efe y, en ella, abonaba las recientes e insostenibles tesis de la ministra Pilar del Castillo acerca del carácter virginal e inmaculado de la lengua castellana, de que 'en la Península, el español no se impuso por una hegemonía política de Castilla sobre los otros reinos', para concluir que 'España es la única nación de Europa con cuatro idiomas oficiales'. ¡No, si va a resultar que estamos en Suiza, y lo que pasa es que no nos habíamos enterado!

Ni que decir tiene, tanto éstas como las demás manifestaciones del prolífico Juaristi están formuladas desde el no nacionalismo. ¿Españolista él? ¡Quia! ¿O tal vez sí? Para salir de dudas, y desde el artículo que Félix de Azúa publicó aquí mismo el pasado viernes, disponemos de un método infalible que determina, entre dos individuos, cuál es más nacionalista y de qué nación. Es lo que cariñosamente propongo denominar la prueba de Félix y que reza así: 'Comiéncese primero por un análisis comparativo de ambas declaraciones de Hacienda. Vean quién ha cobrado más subvenciones o ha obtenido más premios, viajes, ayudas e ingresos colaterales del Gobierno catalán, y del central'. Pues bien, sin mayor esfuerzo indagatorio, a Juaristi se le recuerdan un Premio Nacional de Ensayo, la dirección de la Biblioteca Nacional y, ahora, la del Instituto Cervantes, cargos que no son grano de anís y de los que con certeza se derivan pingües viajes y saneadas dietas...

Cualquier otro día podemos seguir aplicando la prueba de Félix a nuevos casos, y averiguando cuál de los nacionalismos cercanos es más agradecido y generoso. 'No porque esté feo cobrar del Gobierno' -coincido en ello con De Azúa-, pero sí porque resulta significativo, más aún cuando el cobro es cuantioso, y viene precedido por espectaculares evoluciones ideológicas.

Joan B. Culla es profesor de historia contemporánea de la UAB.

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