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Columna
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Ha merecido la pena

Cuando el lehendakari Ibarretxe se resistía a convocar elecciones con el argumento de que no iban a solucionar nada, estaba equivocado. No tengo ninguna duda de que él mismo estará de acuerdo con esa apreciación tras su extraordinario éxito electoral, que merece nuestra felicitación. Pero la necesidad de la convocatoria electoral no se ve sancionada sólo a posteriori por los resultados cosechados, sino que era casi una evidencia ya antes, dada la precariedad de la vida parlamentaria, y también porque se hacía sentir en la sociedad vasca una necesidad de ajuste que diera fin a una época de inestabilidad y de zozobra. Las respuestas para su solución podían ser diversas, y todo el mundo jugó sus bazas. Las urnas nos han deparado la respuesta definitiva, quizá la menos previsible, pero esa ha sido la voluntad de los ciudadanos; y no caben excusas, teniendo en cuenta la masiva y ejemplar participación de éstos. Debido a ello, estas elecciones resultan también extraordinarias porque nos ofrecen una radiografía de la sociedad vasca que anula ciertas distorsiones de los últimos años y que ha de servir de punto de partida para toda diagnosis y toda actuación política de los años venideros.

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La disyuntiva

Quienes apostamos por el cambio hemos sufrido un fracaso... relativo. Es verdad que esperábamos otros resultados y que esa esperanza surgía de una situación insostenible de brutalidad y de acoso. Es verdad que podemos caer en la tentación de pensar que otros han recogido el fruto que ha madurado en el dolor de los excluidos y de los perseguidos. Pero también es verdad que quizá haya llegado el momento de dejar de hablar de los otros y de hacer un esfuerzo de reconciliación para vencer de una vez a los responsables de tanto crimen y tanto sufrimiento, y a los que en estas elecciones se les ha impartido una derrota que podría ser decisiva. Este es el motivo por el que el fracaso electoral me parece relativo. Sin el empuje y el testimonio de las fuerzas del cambio, no se hubiera producido esa redistribución del mapa nacionalista, principal aportación de estos comicios y que modifica sensiblemente la situación anterior abriendo una puerta a la esperanza.

Parece evidente que el gran éxito electoral del lehendakari Ibarretxe puede deberse a un voto prestado. Pero si nos quedamos en esa simple constatación, nos olvidamos de lo que esa movilidad masiva del voto -hasta ahora impensable- puede tener de novedosa. Sean cuales sean sus causas, significa una inusual confianza en la política de un sector importante que hasta ahora apoyaba las vías de la insurrección armada. Y ese es otro dato para la esperanza. En este sentido, la responsabilidad que asume el señor Ibarretxe es considerable, dado el cúmulo de expectativas y de posibilidades que convergen en su elección. La confianza depositada en él es grande, pero son igualmente grandes los riesgos a los que se expone para sacar adelante esta oportunidad que sigue siendo histórica.

Uno de los riesgos a evitar es la tentación endogámica, que puede dar al traste con las expectativas creadas y convertir su triunfo en un espejismo en un plazo de tiempo no demasiado largo. Ibarretxe no se puede convertir en rehén de la supuesta procedencia de unos votos que la dinámica electoral impone como propios de su coalición electoral y no de ninguna otra fuerza política. La importancia del momento actual reside precisamente en la pérdida del poder de influencia que esa fuerza, EH, ha ejercido en la política vasca en los últimos años. La capacidad de juego que esta situación le ofrece no la puede arrojar por la borda el señor Ibarretxe haciéndose eco de una influencia por trueque que no tiene cabida en el ejercicio democrático. Si una de las tareas de su gobierno ha de ser la pacificación y normalización democrática, ésta no se conseguirá con el reforzamiento por concesiones de una fuerza política que es la principal responsable del terror y que ha quedado seriamente debilitada.

El segundo riesgo es el de la exclusión y el olvido de las víctimas. El lehendakari Ibarretxe ha de hacer un esfuerzo para gobernar no contra ellas, sino con ellas. Esa es la gran tarea de la reconciliación y el principal problema democrático de nuestro país: dar prioridad a la víctima sobre el verdugo y establecer las bases para una superación de la violencia. Hacerlo así implica llegar a unos acuerdos básicos con las fuerzas políticas que constituyen, hoy por hoy, el lado de las víctimas, con todas ellas, vayan o no a formar parte de coaliciones de gobierno. Su consecución dependerá de la ausencia de apriorismos imposibles, así como de la disposición y de la voluntad de esas fuerzas políticas. Una interpretación soberanista de su victoria electoral puede constituir un error peligroso, pues el señor Ibarretxe no debe olvidar que en el fondo de su victoria se hallan el empuje, la desesperación y la necesidad de justicia de las víctimas, de los perdedores.

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