Cambio universitario
La Ley de Reforma Universitaria (LRU) cumple ahora 18 años y en ese tiempo tanto la Universidad como la sociedad española han cambiado lo suficiente como para que sea oportuno adaptarla a esos cambios, en muchos casos consecuencia de su propia aplicación. Pero resulta ilusorio pensar que las modificaciones legales pueden, por sí mismas, solucionar las deficiencias de nuestro sistema universitario. Pueden iniciar un proceso de cambio de hábitos y mentalidades, pero no pueden, por ejemplo, suplir la endémica falta de recursos en comparación con los países de nuestro entorno. En todo caso, este anteproyecto, sin suponer una ruptura tan radical como la LRU, introduce cambios de suficiente envergadura como para merecer un análisis pormenorizado del mismo.
La supresión de la selectividad sólo está justificada en la medida en que exista un procedimiento de evaluación global de la enseñanza secundaria que asegure las capacidades mínimas de quien quiera iniciar estudios universitarios. Así, su efecto real dependerá en gran medida de cómo se configure la secundaria. Importa garantizar, además, la equidad en la calificación de dicha prueba evitando la desigualdad por centros, objetivo que cumple la actual selectividad. En cuanto a las pruebas de acceso para carreras con un claro desequilibrio entre la oferta y la demanda de plazas, o que requieran capacidades especiales, su instrumentación puede dificultar la movilidad de los estudiantes, que depende más de las ayudas y becas que se doten para animarlos a inscribirse en universidades alejadas de su entorno geográfico que de cómo sean las pruebas de acceso.
El nuevo modelo de selección de los profesores funcionarios prevé una habilitación estatal previa a que las universidades puedan elegir, ya de forma autónoma, entre los habilitados. Este sistema no garantiza la elevación del nivel académico de los futuros profesores, del mismo modo que la endogamia no era la causa única de su falta de calidad, ni la composición de los tribunales causa única de la endogamia. Pero no parece violentar la autonomía universitaria más de lo que ya ocurría con la inclusión de tres profesores externos en los tribunales de cinco que decidían el acceso al profesorado en la LRU y puede suponer una cierta garantía contra casos flagrantes de mediocridad académica.
El tratamiento de las universidades privadas merece un comentario final. Su presencia en el Consejo de Coordinación Universitaria parece natural; pero equiparar cada una de las universidades privadas a las públicas es una cosa muy distinta. La variedad de niveles de calidad en profesores, estudios y motivaciones, tanto sociales como científicas, es tan grande en las privadas que esta equiparación no está justificada. Y resulta sencillamente escandaloso que las universidades de la Iglesia puedan constituirse por simple decisión de un gobierno autónomo, sin someterse al escrutinio del Consejo de Coordinación Universitaria y la aprobación del Parlamento regional, como hacen el resto de las universidades públicas y privadas.
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