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Pequeños, pero grandes

El guisante, cuanto más diminuto mejor, es una joya natural delicada que exige un tratamiento culinario simple

Metidos de lleno en la primavera, parece siempre oportuno hablar de huertas, de hierbas y verduras, así como de la importancia de esta despensa verde en la alimentación de hoy día. En otras épocas, como en la Edad Media, las hortalizas y hierbas aromáticas eran apreciadas simplemente por sus aspectos medicinales, pero eran consideradas a nivel culinario como algo de poca monta, propio de gentes enfermas o base de ayunos de la Cuaresma.

Los guisantes, una de las hortalizas más antiguas, no ha sido una excepción a este caprichoso vaivén histórico entre el desprecio y la adoración. Así, por el lado positivo se puede citar un ancestral refrán castellano que dice: 'En habiendo piseos, laus Deo'. La palabra piseo o pesole, como la acepción francesa de pois (la adjetivación de petit, pequeño, para denominar a los guisantes frescos es una apreciación muy finolis del siglo XVIII) o la catalana pesol provienen todos del latín pisum.

Por contra, hay muchos dichos que manifiestan un gran desprecio por esta leguminosa. El más brutal expresa la inutilidad de alguien: 'No vale un guisante'.

La palabra guisante sólo se comienza a usar bien entrado el siglo XVI, ya que antiguamente se les conocía por arbejas o arbejillas, palabra que procede del latín ervilia. Al parecer, no eran estas arbejas, consumidas por lo general en seco, del gusto de los españoles de aquella época, tan sólo ejemplo de las más duras penitencias. Así lo expresa en El libro del buen amor el Arcipreste de Hita: 'En el día del lunes por tu soberbia mucha / compras de las arbejas, non salmón ni trucha'.

Pero lo que resulta un auténtico embrollo es la etimología de la propia palabra guisante. Se cree que procede de una palabra compuesta, la antes citada pisum a la que se le añadía un adjetivo muy preciso y acertado, sapidum, es decir, sabroso.

La elaboración de los guisantes en nuestra cocina tradicional y popular, solos (tal cual), con habas y patatitas o en menestra no ha sido tradicionalmente tan complicada como el origen de su nombre.

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El guisante es una de esas joyas naturales tan delicadas que exige un tratamiento simple . Es lo que se llama un plato 'sin red'. La verdad es que, de una variedad a otra, de unas huertas a otras, media un abismo. Nuestro gusto particular, sin despreciar a esos guisantes gruesos , como los de la dulcísima variedad mediterránea llamada teléfono, está por ese guisante de grano más pequeño, minúsculo, recién germinado y de un color verde blanquecino, dulce y tan tierno que casi no exige cocción. En la cumbre de calidad se encuentran los guisantes de los caseríos guipuzcoanos (similares a los de la feraz huerta palentina, tan desconocida como su bella catedral). Para alejar toda sospecha de chauvinismo, baste citar palabras tan objetivas como las del chef francés Alain Ducasse, extraídas de su obra Cocina mediterránea: 'En el mercado de San Sebastián, las mujeres han tenido la ingeniosa idea de desvainar unos guisantes diminutos procedentes de los huertos de Fuenterrabia, en las márgenes del Bidasoa. Estos guisantes son los más pequeños que conozco. Los venden a los amantes bien informados'. Lo que no dice el rutilante cocinero francés son los áureos precios de estos guisantitos desgranados.

Estos guisantes excepcionales no se limitan a los de la huerta de Hondarribia, ya que no le envidian los de la costa guipuzcoana y, en particular, los del donostiarra barrio de Igeldo o los de Zarautz. Ni los de un poco más al interior, como son los de la vega del Urumea (cuando el río merece su nombre) en Ergoien.

Precisamente allí, en el restaurante Fagollaga, el joven Isaac Salaberria ha aportado mucho en la alta cocina creativa del guisante. Una de sus más atinadas creaciones es, sin duda, el bacalao confitado con un sutil y traslúcido jugo de guisantes (con lágrimas de guisantes crudos y jamón) que se acompaña de un chupito de leche de hierbaluisa.

Más vanguardista, si cabe, es la receta de mayor interés propuesta por Martín Berasategui en el finiquitado año 2000: el jugo, un licuado de verduras crudas, con gelatina de carne y jugo de trufa en la que adquieren protagonismo estelar unos diminutos guisantes, también crudos. La naturalidad en el plato.

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