La Italia de Berlusconi
No es el hombre más buscado de Italia, pero sí uno de los más procesados; uno de los menos apreciados entre los partidarios de la construcción europea, y el que de forma más obvia conjuga, puede que en el mundo entero, una incompatibilidad ejemplar entre ejercicio del poder y acumulación de poder económico. Y, sin embargo, todo apunta a que Silvio Berlusconi va a vencer en las legislativas del próximo día 13 y será, por segunda vez, jefe de Gobierno de Italia.
Berlusconi, propietario de un imperio mediático, fabril y financiero, nació como figura política al amparo de la destrucción de los partidos tradicionales italianos, iniciada con aquel formidable movimiento judicial y ciudadano que se alzó en 1992 contra la tangentopoli, la red de sobornos que engrasaba los negocios y la política, conocido como mani pulite -manos limpias-. En 1994, con su partido, Forza Italia, pura derecha neoliberal y nuevecita de trinca como él mismo, ganó las elecciones y gobernó durante unos meses caóticos, para dimitir cuando el neoseparatista Umberto Bossi, jefe de la Liga del Norte, le dejó sin sus escaños, acusándole, como en los mejores matrimonios, de algo muy parecido a crueldad mental. En 1996, las elecciones las ganó la coalición de izquierdas El Olivo, y eso, junto al crecimiento de las acciones judiciales contra el magnate, permitía suponer que los próximos comicios los celebraría Berlusconi puede que hasta en la cárcel. Pero ya dijo Cavour aquello de Italia farà da sé, que en este caso podría traducirse como todo es posible en Italia.
Berlusconi ha sido condenado en los últimos años a un total de seis años y cinco meses de prisión por financiación ilícita del antiguo Partido Socialista Italiano de Bettino Craxi, corrupción de agentes de finanzas y falsificación de los balances de una de sus sociedades. Es verdad que en segunda instancia fue absuelto de esos delitos y que la lentitud de la justicia ha hecho que prescriba algún otro caso, por lo que no ha tenido que ir a la cárcel. Pero la culpabilidad no sólo persiste, sino que todavía colean iniciativas judiciales: falsificación de documentos en el fichaje de un jugador para el club de su propiedad, el Milan; corrupción de la magistratura; falsificación de balances de su grupo industrial Fininvest, y, finalmente, la presentación por el juez Baltasar Garzón de un nuevo suplicatorio al Parlamento italiano, tras el bloqueo por los servicios diplomáticos españoles al cursado al Parlamento Europeo, para interrogarle en relación con varios delitos societarios y posible fraude fiscal en su calidad de propietario mayoritario de Telecinco.
Suma y sigue. Silvio Berlusconi posee la gran cadena privada de televisión Mediaset y como jefe de Gobierno estaría en situación de controlar las tres redes públicas de la RAI. Su vasto imperio, en general, no es que sufra conflicto de intereses, sino que es un conflicto por definición con los poderes públicos; y todo ello sin hablar de otras acusaciones como sus relaciones con la Mafia, el turbio origen inicial de su fortuna y el recelo que suscita en Europa su aliado electoral, el ex fascista Gianfranco Fini. A todo lo cual ha respondido Berlusconi que se trata de confabulaciones de sus enemigos.
Ante semejante panorama, la ciudadanía, con unos niveles de escepticismo que superan lo previsible, incluso para una civilización tan sabia y realista como la italiana, se encoge de hombros bajo el lema de que hacía lo que todos. Aunque no todos tenían la oportunidad de hacer lo que Berlusconi. Ni todos son tan peligrosos para la democracia.
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