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Columna
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Con los ojos cerrados

Los luditas fueron aquellos ingleses decimonónicos que destruían máquinas porque las máquinas destruían trabajo y salarios: bandas nocturnas y enmascaradas en memoria del rey Ludd, mítico individuo, un tal Ned Ludd que en un ataque de ira y locura destrozó dos máquinas de hacer punto una tarde de 1779, o así me lo cuenta Thomas Pynchon. Lord Byron, en su primer discurso en la Cámara de los Lores, defendió a los destructores de máquinas frente a quienes querían condenarlos a muerte, y desde Venecia, donde, según el cónsul británico, Byron vivía insensata e indecorosamente, en las Navidades de 1816 envió a un amigo un himno a los tejedores que queman telares, poema que, traducido por Eduardo Mendoza, cierra así su primera estrofa: '¡Abajo todos los reyes menos el rey Ludd!'.

Thomas Pynchon es un escritor que, a pesar de dedicarse a la industria del espectáculo y el entretenimiento en su rama literaria, ha decidido desaparecer. Puede que se trate de un experimento científico: ¿existen los hombres públicos invisibles? Pynchon fue técnico de compañías aeronáuticas, y ahora es un escritor muy prestigioso y algo célebre, que vive nadie sabe dónde, sin cara conocida, sin fotos en las contraportadas de sus novelas. Relaciona a los luditas con cierta tecnofobia nuestra, de hoy mismo: nos sentimos indefensos frente a la abundancia de secretos políticos y militares disfrazados de ciencia, sugiere Pynchon, y la energía nuclear es la más dañina manifestación de un orden tecnopolítico en permanente estado prebélico.

Y ahora un señor con ánimo de ofender me nombra a los luditas a propósito del submarino británico que mañana se irá de aquí. El señor no comparte la rebeldía popular contra el submarino. Más peligrosas son, me dice, las chimeneas de las factorías químicas que vemos desde San Roque. Yo le digo que el submarino me parece un símbolo nefasto de cierta manera de entender la política. Miro ese artefacto herméticamente cerrado, férreo y frágil, forrado de una especie de alicatado con varias piezas caídas, como un cuarto de baño húmedo y bastante usado y horadado por tapas de desagües o alcantarillas: nadie sabe qué hay dentro del artefacto negro, cómo funciona, si mata o es inocuo. Es como nuestra vida política: todos estamos a merced de lo que nos quieran contar, aunque nosotros contemos muy poco, nada, salvo a la hora del voto ritual cada cuatro años.

Estoy con los ciudadanos que se han rebelado contra la presencia del submarino porque estoy contra la expulsión de los ciudadanos de la política. El Gobierno de Aznar, que se proclama razonable, ha demostrado una ignorancia temeraria en sus sucesivas declaraciones sobre el submarino, e incluso las penúltimas palabras de Aznar, presumiendo de cumplir ahora una promesa o vaticinio de que el submarino se iría, suenan a burla e improvisación, otra ocurrencia más, destinada a desmemoriados e insignificantes, es decir, a nosotros. Sabemos poco sobre submarinos atómicos o sobre cómo se reparten los fondos de la Unión Europea. Pero algunos presienten todavía que vivir a ciegas es arriesgado.

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