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Columna
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Riesgo inminente

El primer año de la legislatura autonómica ha sido un año extraño. Ninguno de los cuatro actores del sistema político andaluz parece haber encontrado su sitio y sentirse cómodo en el ejercicio de su función, sea en el gobierno sea en la oposición. De ahí que no resulte sorprendente la atonía que ha presidido la vida política de nuestra comunidad. Ha sido, posiblemente, uno de los años más anodinos de la autonomía andaluza.

Obviamente, la mayor responsabilidad de que así haya sido recae en el Gobierno y en el partido que lo sustenta, el PSOE. Tanto el Gobierno como el partido se quedaron perplejos con los resultados del 12-M de 2000 y no supieron reaccionar adecuadamente a la nueva situación generada por la mayoría absoluta del PP en las elecciones generales.

Es verdad que el origen de su perplejidad no estaba en Andalucía, sino en lo que había ocurrido en el resto del Estado. Ni el Gobierno en las elecciones autonómicas ni el PSOE-A en las elecciones generales salió malparado. Más bien lo contrario. El ascenso del PP no resultó irresisitible en Andalucía, como ocurrió en el resto del Estado, y eso, dadas las circunstancias, era mucho.

Pero, independientemente de cuál fuera el origen de la perplejidad, el hecho es que se produjo y que, como consecuencia de ello, tanto el Gobierno como el partido socialista en Andalucía se sumieron en el desconcierto. En lugar de tener que ocuparse de Andalucía, tenían que empezar a ocuparse de la reconstrucción del partido en España a la vista de la crisis desatada con la dimisión inmeditamente posterior a conocerse los resultados del 12-M de Joaquín Almunia.

Ello se tradujo en que el proceso de formación del Gobierno y la preparación del programa para la investidura tuvo que ser compatibilizado con la presidencia de la Comisión Gestora que tenía que preparar el 35º Congreso Federal. Y ello se notó tanto en la composición del Gobierno como en la falta de nervio de la sesión de investidura. Cuando no se tiene tiempo para pensar, se acaba haciendo lo que se ha hecho siempre. Pero esta vez se notó demasiado. Tanto en la renovación del compromiso con el PA como en la forma de dar satisfacción a los poderes fácticos en el interior del PSOE. En estas circunstancias, que la sesión de investidura tuviera un carácter rutinario, no puede sorprender a nadie. Lo extraño hubiera sido lo contrario.

Pero no acabaron aquí los problemas para el Gobierno y la dirección del PSOE-A. Como es sabido, el 35º Congreso acabó eligiendo como secretario general a José Luis Rodríguez Zapatero y no a José Bono, que era el candidato por el que había apostado Manuel Chaves y, con él, prácticamente toda la dirección andaluza. Tras la perplejidad de marzo vino la perplejidad de julio. Después de haber tenido que gastar tiempo y distraer energías de la gobernación de Andalucía, resultaba que ahora había que gastar tiempo y energías en el reajuste del PSOE andaluz a los cambios producidos en el PSOE federal. Ello exigía que el secretario general oficiara como tal en el proceso congresual regional que culminaría en diciembre de 2000.

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Hay que reconocer que en esta última tarea el resultado fue satisfactorio. Nadie, en los meses previos, podía prever que el Congreso Federal se iba a celebrar de manera tan pacífica y que se iba a producir simultáneamente una renovación como la que se produjo. Manuel Chaves salió claramente reforzado y sin que en el Congreso se hubieran producido heridas de las que pasan factura después.

Parecía, en consecuencia, que si el año había empezado francamente mal, terminaba razonablemente bien. El Gobierno no había tenido buena aceptación en sus comienzos, pero no estaba suscitando muchos rechazos. Las crisis del Tireless, de las vacas locas, del uranio empobrecido..., en la medida en que situaban el foco de los problemas en el Gobierno central, daban un respiro al Gobierno andaluz.

Pero el respiro era eso, un respiro y nada más que un respiro. Los problemas que suscitan la falta de iniciativa y de un programa no pueden ser resueltos por los problemas del adversario y acaban dando la cara. Porque quienes están en la arena política lo perciben, se envalentonan y saben aprovechar las ocasiones que se le presentan. Es lo que ha sabido hacer el PP, que no ha sido capaz de articular una propuesta positiva con un mínimo de consistencia, pero que sí está sabiendo explotar -y muy bien que hace- la debilidad del Gobierno andaluz en este primer año de legislatura.

Así no se puede seguir ni siquiera por poco tiempo. El Gobierno y el PSOE andaluz tienen que reaccionar ya, pues de lo contrario el deterioro político de su posición puede llegar a ser irreversible. Se están aproximando peligrosamente a un punto de no retorno, en el que la indiferencia ante su gestión puede empezar a ser la reacción predominante en la ciudadanía. Una vez que esto sucede, la suerte está echada.

Me parece que el presidente de la Junta de Andalucía y los dirigentes socialistas regionales deberían ser conscientes de cuál es la situación en que se encuentran y reaccionar en consecuencia.

Para hacerlo disponen de un muy buen instrumento: el debate sobre el estado de la comunidad. El presidente dispone del privilegio de poder fijar la fecha del debate. Y debería aprovechar la oportunidad para prepararlo como si fuera un debate de investidura, en el que no se pusiera el énfasis en el estado de la comunidad, sino en el programa para los tres años que quedan de legislatura.

Lo que ha servido en el pasado no puede ser descartado que sirva en el futuro. Hay muchas cosas que sirven. Pero hay veces en las que sirven menos que en otras y en la que se impone el impulso de un cambio. Pienso que éste es uno de esos momentos. El peligro mayor que se cierne sobre el Gobierno del PSOE de Andalucía no es el Partido Popular, sino la falta de interés, la percepción cada vez mayor en la ciudadanía de la irrelevancia de la acción política. Esto es casi lo peor que puede pasarle a un Gobierno de izquierda.

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