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Columna
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Una película sublevada

A la gente libre (cada día más escasa o más escondida) del cine, desalentada por la eficacia que en el territorio de la prontitud alcanza la televisión, se le está oxidando la que, en un callejón de su edad dorada, fue su más afilada y gloriosa navaja. Hablo de aquella, hoy casi perdida, capacidad suya para dar una respuesta inmediata, en forma de ficción a bote pronto, a las agresiones de lo que a sus espectadores, la gente común desprevenida de aquí abajo, nos ocurre fuera de la pantalla, en el polvo de la vida real. En alguna sombra de la forja del cine crece aún la siembra de sobornos y de zancadillas que el podrido William Randolph Hearsth tendió contra quienes en Hollywood querían convertirlo, y lo convirtieron ante sus narices, en Ciudadano Kane; y un cajón secreto, escondido en la memoria canalla del hampa de Illinois, debe guardar aún el mortal susurro de la ametralladora con que Al Capone apuntó a la nuca de quienes en Hollywood quisieron convertirle, y lo convirtieron ante sus narices, en Scarface.

Ahí siguen, intactos, almacenados entre muchas otras reliquias del coraje y la gallardía del oficio de hacer películas sublevadas, esos dos viejos asombros de la capacidad de respuesta inmediata de la pantalla a las preguntas inaceptables de lo que ocurre fuera de ella. Son arqueología, pero viva, que se alza por encima del rasero de ese enorme cementerio de celuloide que es el cine de ahora, que sólo a tientas, muy de tarde en tarde, se atreve -el resultado de la osadía es un objeto no inmediatamente rentable, pues la verdad, y más aún la verdad filmada, no respira nunca aires de tienda y por fortuna jamás tiene la opción de entrar en la farsa de las listas de la taquillería, tosco hit parade del anticine- a devolver desde la pantalla, convertidas en ficción, hechas golpes de verdad poética, la coces de las bestias.

De ahí procede el sobresalto en que se convierten las excepciones a esta mala regla, cuando cuajan y calladamente, casi clandestinamente (pues el silencio es su territorio natural), llegan a una pantalla. Hay un aviso de llegada de una de ellas. Tendrá lugar el día 12 de este mes, en el rincón de los últimos locos enamorados del cine que es la Semana de la Crítica del Festival de Cannes. El día antes de que haya elecciones en la tierra que es escenario de esta conmovedora ficción vivida, se estrenará allí Asesinato en febrero, poema cinematográfico rimado con trozos, y destrozos, de la vida que dejaron aquí dos de las víctimas del crimen innumerable que asola la vida, la libertad y la inteligencia en el País Vasco. Es el recuento del crimen sostenido, permanente, inagotable, que ha dejado en la vida de su alrededor, y a través de la película en la vida de todos sus espectadores, la muerte de dos hombres, el político Fernando Buesa y su escolta Jorge Díez Elorza, asesinados hace algo más de un año por el gélido cálculo de una bestia abstracta, que el filme no nombra, pues es su naturaleza carecer de afirmación y, por consiguiente, de verdadera identidad, ser sólo negación.

Asesinato en febrero comenzó a hacerse en el mismo instante que saltó de la radio de un taxi la noticia del crimen cuyas pavorosas consecuencias sumergidas indaga. Un productor de cine, Elías Querejeta, la oyó, pidió al taxista que frenase y el mecanismo del cine a bote pronto, del cine respuesta, saltó casi a la par de la noticia desencadenante. El resto -cuando el movimiento de creación cinematográfica procede como aquí de un resorte de energía moral- es en realidad fácil, por complejo que resulte llevarlo a cabo. Hay oficio, esmero, delicadeza, talento, elegancia, conciencia de construcción poética, en el prodigio de graduación de la escritura, obra del propio productor, y de la filmación y el montaje de Eterio Ortega, cineasta y escultor, que pieza a pieza -en su grave y honda indagación de las zonas insondables que dejan aquí vivas de aquellas dos muertes- se mueve en el borde, siempre indecible y siempre reconocible, de la única busca a la que es imposible renunciar, la de la resurrección.

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