Renglones torcidos
Sería muy británico, y por tanto elegantemente argentino, sugerir que la situación de Argentina es delicada. Tras el estallido en agosto pasado de una crisis política que se ha llevado por delante al vicepresidente, a dos ministros de economía y al presidente del Banco Central, y que ha situado, con amplios poderes especiales, al timón de la economía al presidente de la tercera fuerza política del país que había competido en las últimas elecciones contra los partidos que integran el gobierno de la Alianza, la forzada convivencia con 35 meses continuados de recesión económica ha acabado por enfrentar al país a la alargada sombra de desconfianza que proyectan tres D: la continuidad de la Depresión económica, el riesgo de Default -el repudio a su abultada deuda pública- y la probabilidad de que todo acabe en una Devaluación del peso, tras la ruptura del actual régimen de convertibilidad.
Argentina tiene que adaptar su gasto público a su capacidad fiscal, para que la bola de la deuda pública no siga aumentando
En la tribu de los mercados, no está de moda ser optimista respecto al futuro económico de Argentina. La mejor prueba de ello, es que ese país soporta hoy una prima de riesgo exactamente igual que la de Rusia. Los mercados piensan que tan sólo Ecuador tiene peor calidad de crédito que Argentina, y ello pese a que hace apenas un mes se oían suspiros de ansiedad por la llegada del momento en que el país pudiera comenzar a bancar el enorme prestigio internacional de Domingo Cavallo. Aquellos que pensamos que resulta preferible confiar en la razón antes que en el pensamiento mágico tenemos serios problemas para comprender cómo una economía que para crecer necesita el acceso a los mercados internacionales, cuya deuda externa supone el 52% del PIB y en la que los pasivos denominados en dólares representan el 85% del PIB, va a resolver la D de la depresión, incumpliendo las obligaciones con sus acreedores y haciendo añicos, a través de la incautación de riqueza que supondría la devaluación en una economía de facto dolarizada, los balances patrimoniales de sus familias, empresas y sector financiero. Si uno tiene memoria histórica, es fácil señalar que la otra cara del éxito de la devaluación de Brasil en 1999 es el drama de Indonesia a partir de 1997, o lo que penó México inmediatamente después de diciembre de 1994. Y si, además, uno se encuentra razones de preocupación en la endeble situación de las economías desarrolladas y el elevado apalancamiento de sus agentes, inferir que Argentina y la comunidad internacional van a encontrar una salida que no pasará ni por el impago de la deuda, ni por la devaluación es casi inmediato.
Como hubiera advertido mi madre, en esta prueba de la capacidad de Dios para escribir bien con los renglones torcidos quien más tiene que poner es la propia Argentina. En primer lugar, adaptando su nivel de gasto público a la auténtica capacidad que tiene su sistema fiscal, para evitar que la bola de la deuda pública siga aumentando. En segundo lugar, recuperando el tiempo perdido desde 1995 e impulsando la eliminación de las trabas que impiden que el país y los argentinos progresen al ritmo que les permite su asombrosa dotación de recursos. Y atreviéndose a diseñar y llevar a cabo una agenda de país que ponga fin a lo que hoy parece un proceso de convergencia real hacia el subdesarrollo. Al FMI, a los acreedores y al resto de la comunidad internacional lo que hay que pedirles es que den el aire necesario para que todo lo anterior funcione, y, sobre todo, que no se dejen enredar en soluciones imposibles. Entre otras cosas, porque no convienen a nadie. Y lo mejor es que todos lo sabemos.
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