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El peor presidente

En el siglo XX, después de las presidencias, ilusorias o desastrosas, de Warren Harding (la corrupción), Calvin Coolidge (la ilusión) y Herbert Hoover (la desilusión), llegó a la Casa Blanca Franklin D. Roosevelt, a quien considero el principal estadista del siglo pasado. Franklin D. Roosevelt sacó, con el 'nuevo trato', a su país de la depresión. Contó con el mejor capital de su país: el humano y el social. Ganó la Segunda Guerra Mundial: los EE UU, fueron 'el arsenal de la democracia', sin menoscabo de la noble resistencia británica y del enorme sacrificio de vidas del Ejército Rojo.

Ningún presidente posterior a Roosevelt ha llegado a su altura. Los ha habido inteligentes y buenos (Truman, Carter), buenos y tontos (Ford y Eisenhower), inteligentes y perversos (Johnson, Nixon), brillantes y sacrificados (Kennedy), tontos pero obsesivos (Reagan). Ahora, los EE UU tienen un presidente, a la vez, tonto y perverso: George W. Bush.

La lista de sus perversidades aumenta día con día. Internacionalmente ha resucitado la Guerra Fría con China y Rusia. A China, le manda aviones-espía; a Rusia, le expulsa cincuenta supuestos espías. Es como si Bush quisiese reanimar la carrera desfalleciente de James Bond, privado de enemigos comunistas. Pero Bush va más allá. En una sola quincena, no sólo compra pleitos innecesarios aunque reminiscentes con Pekín y Moscú. Torpedea la reconciliación de las dos Coreas, cancelando pláticas con el norte mientras lo visita el presidente del sur y principal arquitecto de la paz coreana, Kim Dae-Jung. Y reanuda, escalándola, la venta de armas a Taiwan.

Nada que nos sorprenda. ¿No desató Bush un bombardeo contra Bagdad, sin prevención a sus anfitriones, el mismo día que visitaba al presidente Vicente Fox en México? 'Vamos a apantallar al mundo', dijo un incauto vocero presidencial mexicano. No: Bush apantalló a Sadam Hussein.

La más grave decisión internacional del joven Bush ha consistido en denunciar el Tratado de Kioto contra la emisión de gases mortales para la vida en el planeta. El Tratado fue resultado de un arduo trabajo de la comunidad internacional, encabezada por el predecesor de Bush, el presidente Bill Clinton. Ojalá que la oprobiosa decisión de Bush fuese sólo una cachetada a Clinton. Es algo peor: es un insulto a la comunidad internacional y una amenaza a la vida planetaria. La emisión de gases tóxicos y el efecto invernadero condenan a muerte a las generaciones venideras. Esto le importa un comino al cowboy de la Casa Blanca. Lo inmportante es que los EE UU sigan empleando (y despilfarrando) la mitad de los recursos energéticos del planeta.

La política exterior contra el Tratado de Kioto es mero reflejo de la política interior de asalto al medio ambiente puesta en práctica, a partir de enero, por Bush. El presidente ha renegado de la promesa de campaña -'protegeré los bosques del Tercer Mundo'- hecha en Miami el pasado agosto. Ofreció entonces cien millones de dólares para proteger el medio ambiente en las grandes reservas tropicales de oxígeno, alimento y medicina. La oferta ha quedado reducida a trece millones -sustraídos a la Agencia de Desarrollo Internacional-.

En tres meses apenas, Bush junior ha autorizado la construcción de carreteras que atravesarán bosques nacionales protegidos. Ha prohibido dotar de fondos a las agencias obligadas a preparar listas de especies animales y vegetales protegidas, a pesar de que obedecen a órdenes judiciales. Es más : Bush ha ordenado a sus funcionarios desobedecer dichas órdenes. Ha subvertido las demandas de grupos ecológicos para enumerar especies en peligro, aunque los seres humanos tampoco le importan demasiado. Bush ha cerrado la oficina de la Casa Blanca encargada de atender la epidemia del sida, y ha ordenado que no se sujeten a prueba de salmonela los almuerzos escolares.

No ha tardado Bush en darle las gracias a quienes financiaron su campaña y lo llevaron al poder. Es más: ha instalado en el poder a los ideólogos de derecha que le son indispensables como fuente de inspiración. Bush no sabe hablar sin tarjetas de auxilio. Sus improvisaciones son un galimatías salpicado de bromas. Las decisiones duras las toman el duro secretario de la Defensa, Donald Rumsfeld; la dura consejera de Seguridad, Condoleeza Rice (cuyo nombre, significativamente, bautizó a un buque-tanque petrolero hace dos semanas), y el duro, hábil, inteligentísimo vicepresidente, Dick Cheney, largo tiempo cabeza de la petrolera Haliburton, 'chambita' que le obligó a declarar ingresos por treinta y seis millones de dólares el año pasado. 'Los negocios son los negocios' y en el caso de la presidencia de Bush, el negocio es el petróleo.

Los EE UU son una democracia de mercado. Practican un mercado-leninismo implacable pero están sujetos a límites democráticos dictados, en muchas ocasiones, por leyes del mercado. Andrew Cord, el secretario en jefe (chief of staff) de la Casa Blanca, obtuvo dos mil millones de dólares en contratos para la General Motors en Shanghai. Es dudoso que ahora vea con simpatía una política contra China desde Washington, y el amarillista, anticomunista pero sagaz magnate mundial de la prensa, Rupert Murdoch, no ha dicho una palabra contra Pekín -necesita proteger su satélite televisivo en China-.

Existe otro límite para el muñeco de la Casa Blanca y sus ventrílocuos. El Senado de los EE UU está dividido cincuenta y cincuenta. Las políticas extremistas de Bush están alejando a muchos republicanos moderados. Muchas iniciativas reaccionarias de Bush encontrarán severa oposición en el Congreso y en la opinión. No creo que, dentro de cuatro años, los votantes norteamericanos, que en noviembre eligieron popularmente a Al Gore, permitan la re-elección de George W. Bush, seleccionado por cinco jueces de la Suprema Corte.

Éste es el presidente con el cual han tenido que tratar, estos días, los jefes de Estado y de gobierno de Canadá y de Iberoamérica en Quebec. ¿Dónde estás, Bill Clinton, cuando más te necesitamos?

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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