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RAÍCES | LITERATURA POPULAR
Columna
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Del balcón de tus ojos di una caída (1)

Intentar descubrir el verdadero origen de las sevillanas, cante y baile que siguen desbordando los cauces de todo lo previsible, es una de las tareas más apasionantes que puede imponerse el investigador, y aun el mero aficionado. Se podría comparar con lo que fuera perseguir las fuentes del Nilo para los geógrafos del XIX: un deber de científicos, inexcusable, pero teñido por la fascinación del mito. ¿De dónde provenía aquel torrente de aguas fecundas? ¿De dónde esta energía danzaria que se expande y se expande?

Si a los textos nos atenemos, como es nuestra primera obligación, no hay noticias de algo parecido a lo que se canta y se baila hoy más allá de 1850, y entre esa fecha y la mitad del mismo siglo, lo que quiera que aquello fuese compite con tal variedad de otros bailes populares, que el discernimiento se torna poco menos que imposible. Entre seguidillas, zarabandas y boleros, pariente de todos y seguidora de ninguno, se fue abriendo paso la que resultó sin duda una gran síntesis morfológica, a la manera en que un ancho río se alimenta de muy ricos y variados afluentes.

Un cantar de principios del XIX expresa a las mil maravillas esta configuración germinativa: 'En la taberna del Mico, /que tiene gracia y salero, / se bailan las seguidillas, / zarabandas y boleros'. Bastante más atrás, escribe Cervantes en La Gitanilla: 'Salió Preciosa, rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas'. 'Coplas de seguidillas' serán en El celoso extremeño, y seguidillas a secas en Rinconete y Cortadillo.

La variedad y confluencia, por tanto, están más que acreditadas, y todo en el reducido espacio de la mesa de un figón, donde la graciosa gitana deslumbra con sus pícaros meneos a los sobrios castellanos. Sin embargo, era allí, en Castilla, donde había surgido el caudal más antiguo de todas las músicas populares españolas: la seguidilla, dueña y señora de los espacios festivos ya en el XVI, y que dio lugar a múltiples derivaciones por todo el país. Hubo hasta seguidillas gallegas, aragonesas, valencianas y, por supuesto, guipuzcoanas. (Anoten este dato más a nuestra recurrente tesis de que la verdadera unidad de España está en su folclore de raíz. No importa que hoy nadie lo crea. La verdad es la verdad).

Y, desde luego, hubo seguidillas andaluzas. Pero todavía el sevillano Blanco White, en su Carta Novena, llama 'seguidillas españolas' al recuerdo de lo que bailaba la gente en su ciudad natal, esto es, allá por los finales del XVIII: 'Una antigua guitarra, casi tan grande como un violoncelo, estaba siempre lista para animar a la gente joven a bailar unas seguidillas españolas'. Aún no debía haber hecho su aparición algo que se diferenciaría netamente del baile de Castilla.

Un siglo más tarde, Palacio Valdés, en La hermana San Sulpicio (1889) las llama simplemente 'seguidillas', pero ya por la preciosa descripción que hace de los movimientos de la pareja de primas que se echan a bailar, se aprecia claramente que se trata de algo bastante parecido a lo de hoy. (Véase nuestro artículo del 9 de mayo de 2000).

La distinción no se registra terminológicamente hasta mucho después, y pasa por un largo periodo de sinonimia, esto es, lo mismo se les llama de una manera que de otra: 'Er que quiera cantares / venga a Sevilla, / que aquí se junde er mundo / con seguidillas. / Venga a Triana, / que aquí se junde er mundo / con sevillanas'. Este testimonio fundamental lo recoge Vergara Martín en su Diccionario geográfico popular, publicado en 1923, pero debía circular desde mucho antes, como es lógico. Poco después se empezaron a consolidar las primeras sevillanas que hoy todavía se cantan en el territorio de la nostalgia, como ésta, rigurosamente insuperable: 'Del balcón de tus ojos / di una caída. / Levantarme no puedo / si no me miras. / M'e levantao, / señá de que tus ojos / ya m'an mirao'.

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