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Tribuna
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Entre vascos está el futuro

El autor defiende la necesidad de integrar a todos los demócratas, si bien considera imprescindible que antes los vascos descabalguen del Gobierno a los nacionalistas

Estamos impacientes y preocupados. Y no sin razón para ello. Treinta años, se mire como se mire, son demasiados años en la ocupación de verter sangre. Y equivalen a una eternidad cuando semejante ocupación, la de verter sangre nada más que para hacerse notar, se dota de un discurso que, tras muchos ensayos, suena con esta estremecedora claridad: aquí estamos; somos pocos; nos pasamos por el arco del triunfo vuestros argumentos; se nos da una higa de vuestros lamentos; nos dejan fríos las condenas y reprobaciones de toda Europa y, aunque nunca alcancemos nuestros objetivos, os seguiremos matando mientras podamos y os descuidéis. No es extraño, ante tamaña elocuencia, que nos sintamos impacientes por saber si, por fin, se atisba un cambio de perspectivas. Y a nadie le puede asombrar que estemos preocupados, porque no es seguro que tal cosa se produzca tras las próximas elecciones en el País Vasco o, en todo caso, que se produzca del modo indiscutible que requiere nuestra impaciencia.

La estrategia debe ser inspirada por quienes padecen las consecuencias de la hegemonía dada al nacionalismo
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Entre los observadores que, impacientes y preocupados, asisten al espectáculo preelectoral, los hay pesimistas que juegan con la ventaja que les da la historia de estos años y optimistas que dan muestras de una piadosa fe en la capacidad de los hombres -incluidos algunos vascos- para el uso de la razón. A decir verdad, la fe de estos últimos no resulta nada desinteresada. En realidad, discurre unida a la imperiosa necesidad de creer en la verosimilitud del cambio a modo de conjuro contra la propia desesperación. No es ocioso decir que me siento muy cerca de ellos.

Quienes me preocupan seriamente son los pesimistas que, con la sabiduría conservadora que produce el conocimiento del pasado y el temor a equivocarse en el futuro, no se limitan a pronosticar que tras las elecciones vascas todo será, sobre poco más o menos, parecido a como era ayer y sigue siendo hoy, sino que, poniéndose la venda antes de la herida, nos previenen de cualquier intento de cambiar de modo sustancial las cosas. De este modo, al desalentar cualquier esperanza, alimentan la pasividad y la resignación. Y de paso, contribuyen al cumplimiento de sus pronósticos. Hay mil variantes para un razonamiento que, en esencia, siempre conduce a lo mismo: fuera del Partido Nacionalista Vasco no hay salvación; pero si temporalmente fuera posible, sería potencialmente peligroso intentarlo; es mejor, en consecuencia, soportar una úlcera sangrante que correr el riesgo de una metástasis en todo el organismo... Y así sucesivamente. Por lo tanto, se concluye, tengamos la fiesta en paz, tanto como sea posible y permitamos que el poder lo sigan ostentando los que nunca lo han abandonado desde que conquistamos el derecho a elegir.

Los argumentos sobre lo inadecuado de esta actitud se han expuesto ya con tanta brillantez intelectual como ímpetu emotivo desde estas páginas. No me siento capaz de añadir nada sustancialmente nuevo a esas razones y sentimientos si no es la insistencia en que ni la experiencia histórica ni el mayor de los pragmatismos otorgan el menor apoyo a quienes apuestan por repetir el pasado a la hora de diseñar el futuro. Sin embargo, quienes de ellos se sientan inquietos ante las razones últimas del comportamiento político, acaso compartan mi absoluta incomprensión sobre cuáles puedan ser las convicciones éticas o la ética de la responsabilidad que convierte en plausible el abandono del futuro en manos de quienes, todavía, siguen dispuestos a identificarse en fines con los autores materiales del crimen y, argumentalmente, contribuyen a su exculpación. Si es verdad lo que he leído recientemente, ETA sería la espuma inevitable de una cerveza con fuerza, con la fuerza vital del nacionalismo. ¡Quisiera creer que no se ha perdido totalmente la cordura...! Pero, me reconocerán, que resulta difícil creerlo cuando se escucha al Xabier Arzalluz de esta época.

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Junto a los argumentos conocidos hay otra aproximación al problema vasco que me parece menos trillada y que, sin embargo, me parece bien merecedora de la atención de los analistas. Me refiero a la que toma cuerpo y adquiere contextura cuando uno pone algún empeño en escuchar el grito ensordecedor de quienes no son nacionalistas y reclaman como propio el derecho a vivir en su tierra como les dé la gana. Y me refiero, igualmente, a la que se asienta en el grito menos ruidoso, pero no menos real, de muchísimas personas de indiscutibles sentimientos vasquistas y nacionalistas que abominan de que por esta tan sencilla como legítima razón alguien les pueda confundir con los locos de la cerveza o con los asesinos de la espuma y, más aún, dé por hecho que se comportarán como tales a la hora de votar.

Las construcciones políticas e intelectuales que priman en la villa y corte en los días que vivimos se me antojan demasiado tributarias de un pensamiento tan pretendidamente ilustrado como ingenuo en su formulación. Se trata, generosamente, de prolongar el espíritu constituyente para cumplir el designio histórico de integrar en el sistema constitucional al nacionalismo vasco mediante el expediente de entregarle, sin condiciones, el ejercicio del poder. Lo malo no es que se trate de un camino que ya hemos ensayado, con el resultado de todos conocido, sino que, por duro que resulte decirlo, va contra toda razón (humana) persistir en la misma estrategia en relación con aquellos que, tras el viraje político de estos años, expresamente rechazan lo esencial del sistema constitucional: el reconocimiento como igual del otro, del que ni piensa ni siente como yo. Y mientras no se produzcan cambios verificables en esa actitud, no parece que se pueda perseverar en semejante vía en nombre del espíritu constitucional.

Confieso que para algunos -yo creo que bastantes- que somos vascos pero no nacionalistas, la pretensión de que esta estrategia es el colmo de la imaginación y de la inteligencia política, simplemente porque la hemos practicado en el pasado, nos resulta especialmente rechazable. Probablemente, porque muchos de nosotros la hemos impulsado y defendido en el pasado en nuestra tierra, al precio de la cesión al nacionalismo de posiciones y legitimidades que eran, como mínimo, compartidas por muchos otros. Probablemente, porque nos sentimos personalmente heridos por haber creído en una lealtad democrática que el nacionalismo no ha mantenido. Probablemente, porque tenemos muy buenas razones para saber la magnitud de la parcela económica, política y social que entregamos a los nacionalistas sin que fuera suya, para obtener una paz que hoy parece incluso más lejana. Por eso y por bastantes razones más, muchos somos del parecer de que, por una vez, la estrategia política en el País Vasco debiera ser inspirada, en muy buena medida, por los vascos no nacionalistas que experimentan y padecen, todos los días de su vida, las consecuencias de una hegemonía política otorgada al nacionalismo en nombre del objetivo de la integración y de la paz.

No sólo porque ellos se juegan literalmente la vida, sino porque, con demasiada frecuencia, han arriesgado la educación de sus hijos en nombre de la tolerancia, el acceso al trabajo público en nombre de una causa llamada nacional, la amplitud del pensamiento en nombre de la preservación de estrechos valles intelectuales y, por si fuera poco, han entregado la alegría de vivir en el altar de una religión política hecha de fanatismo y de sacrificios humanos en homenaje a un dios-pueblo inexistente. Tienen, desde luego, todo el derecho a decidir en su propia tierra; a trazar su futuro sin que se lo dictemos desde nuestras cómodas atalayas; a ejercer el protagonismo político y social; a asumir la responsabilidad colectiva, en nombre de todos los vascos, que los nacionalistas abandonaron al ignorar a quienes no eran de su credo. Y, por cierto, lo harán con más responsabilidad que quienes vemos el panorama desde una cómoda distancia y con el filtro del análisis histórico. Porque nadie como ellos, los que viven allí, para saber lo mucho que les va en que la convivencia no sea un ejercicio de confrontación entre dos comunidades. Nadie como ellos para defender con legitimidad el derecho a ser todos iguales en la tierra común. Y, por fin, nadie tan interesado como ellos en demostrar que no se trata de dar la vuelta a la tortilla, sino tan sólo de conseguir que se cuaje por ambos lados.

A los demócratas que no se sienten nacionalistas, como a los numerosos nacionalistas que se sienten, por encima de todo, demócratas, presumo que no les va a temblar el pulso esta vez. Nuestra función, la de quienes nos sabemos copartícipes de sus decisiones, no puede consistir en suplantarles; ni siquiera en señalarles un camino que conocen a la perfección.

Éste no es un problema exclusivo de vascos, desde luego, pero es, por encima de cualquier otra consideración, un problema entre vascos que los vascos tienen que resolver. Podemos ayudar, modestamente, a que ganen la libertad que merecen y proporcionarles el apoyo y el aliento que necesitan para que nadie suplante su voluntad mayoritaria ni en nombre del terror ni en nombre de la patria de unos pocos. Más que eso no podemos ni debemos pretender. Y tampoco estamos en condiciones de exigir. Pedirles garantías de que, además de intentarlo, lo logran a la primera -como algunos reclaman estos días- no sólo es demasiado injusto por relación a lo que ha venido ocurriendo, sino una impaciencia que no nos podemos permitir. Porque es verdad que un futuro creíble, el que a todos nos dejaría tranquilos, requiere, sin duda alguna, la integración de nacionalistas y no nacionalistas -demócratas en definitiva- en un proyecto común. Pero mientras esto llega -que llegará- resulta imprescindible privar del timón de la nave a quien lo viene utilizando para conducirla allá donde se pierde toda esperanza de entendimiento y de integración social.

Se trata, en primer lugar, de asegurar la libertad y la vida de quienes no son nacionalistas. Una aspiración muy elemental si se quiere, pero indispensable, a mi juicio, antes de pasar a otras etapas más gratificantes para los observadores de nuestras confortables atalayas.

Yo creo que es posible, si todos nos ponemos a ello.

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay es diputado socialista por Murcia y vicepresidente de la Comisión de Economía y Hacienda del Congreso de los Diputados. juan.eguiagaray@diputado.congreso.es

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