Una reforma atrevida
La ministra de Educación y Cultura ha informado al Consejo de Universidades de las transformaciones que piensa someter al Parlamento y que afectan a algunos de los aspectos más básicos de la realidad universitaria. Se trata de ideas y no de un texto articulado, por lo que hay que aplazar el juicio definitivo. Por lo explicado oralmente, la propuesta de reforma universitaria contiene aspectos positivos, y hasta atrevidos dada la inercia de la institución, junto con otros francamente contraproducentes.
Asunto de considerable envergadura es la supresión de la prueba de selectividad tal y como existe actualmente. Nacida como prueba de capacidad para poder seguir los estudios universitarios, hoy es, además, el mecanismo de ordenación de los estudiantes cuando hay más demanda que oferta en un centro concreto. Por otra parte, es la única prueba externa a los institutos y de carácter general -aunque distinta por comunidades autónomas- a la que se someten quienes quieren acceder a la Universidad. Tiene muchos inconvenientes, pero su supresión, también. Lo que se propone ahora es sustituirla por pruebas en cada universidad, lo que tiene la virtud de adecuarlas mejor a la motivación del alumno, pero inevitablemente complica la posibilidad de intentar la entrada en varios centros y dificulta la movilidad. Es éste un punto que afecta, además, a la organización de la enseñanza en los institutos, de forma que convendría planificar y dotar de medios al sistema alternativo.
La distinción entre funciones ejecutivas y de gestión, encomendadas al rector y a su equipo, y las de supervisión, control o consulta, encomendadas a otros órganos, no puede ser más pertinente. En la actualidad hay una confusión notable que lleva a que puedan entrar en conflicto posiciones de órganos de gobierno de distinta procedencia y representatividad. Es discutible, por ejemplo, que un tercio del consejo de gobierno tenga que provenir del consejo social, que es claramente un órgano de supervisión, aunque todo dependerá de la relación y competencias respectivas del consejo de gobierno y del consejo de dirección de cada universidad. Como también lo es que el rector sea elegido por sufragio universal ponderado de toda la comunidad universitaria y no por un órgano más restringido y con participación externa, aunque la propuesta ministerial pueda suponer una mejora sobre la situación actual. Al fin y al cabo, el claustro no es más que la representación ponderada de esa comunidad, sólo que en algunos sectores los claustrales representan a minorías activas que se mueven al margen de una inmensa mayoría ajena al proceso electoral. Así se podrá participar sin mediaciones.
En lo que se refiere a las nuevas figuras de profesorado, es interesante la introducción de contratados con titulación de doctor y experiencia investigadora. Con esta nueva figura podrá dinamizarse el cuerpo docente de funcionarios, especialmente en la faceta investigadora, y recuperar y abrir nuevas posibilidades a jóvenes científicos, siempre que tengan la consideración retributiva e institucional que se merecen y no sean relegados a un papel subalterno de los funcionarios. Cuando se fundaron las universidades autónomas, a finales de los sesenta, ya hubo intentos en este sentido que no fructificaron por las resistencias del profesorado funcionario a tal homologación. Es de agradecer, en todo caso, la insistencia en la necesidad de fortalecer la investigación en la Universidad.
La prueba de habilitación estatal para los profesores se propone como una posible solución a la endogamia universitaria. Se podría haber apostado por la autonomía total de las universidades para elegir a su profesorado, lo que llevaría la endogamia a su límite en muchos casos, pero permitiría que las universidades se diversificaran en función de cómo utilizaran su competencia para seleccionar a los profesores. La habilitación estatal, existente en otros países, no ha demostrado tampoco su idoneidad, y encontrará resistencias por parte de muchas comunidades autónomas, pero es una posibilidad de romper la dinámica existente en muchas universidades.
En resumidas cuentas, la ministra de Educación y Cultura ha puesto encima de la mesa un buen número de cuestiones que merece la pena sopesar, por los universitarios y por la sociedad en general, porque de su acierto o desacierto depende el futuro de una institución que necesita cambios urgentes si quiere cumplir la importante misión que tiene encomendada para el siglo que acaba de empezar. No caben las descalificaciones frontales ni los halagos entusiastas sin una explicación más pormenorizada de lo que se pretende hacer. Y de cómo se va a financiar.
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