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Columna
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Picasso en el váter

Vicente Molina Foix

Las mayores colas que hay en París esta primavera son las del Centro Pompidou; mucha gente, sobre todo joven, va a ver la completísima exposición sobre Los años Pop. La cola es más pequeña delante de la galería nacional del Jeu de Paume, en los jardines de las Tullerías, que, sin embargo, alberga 335 obras de Picasso llenas de rabos, vergas, falos, vaginas, vulvas y una larga galería de personajes masculinos y femeninos empleándose a fondo en el ejercicio del acto sexual; de los actos sexuales, pues hay variedad de enfoques, posiciones y número de participantes.

Es una de las exposiciones más estimulantes de mi vida, y no lo digo como fácil chiste verde. Convencidos como lo estamos todos los humanos de la grandeza de Picasso, apabullados también por el ilimitado talento del artista, por su cantidad, quizá faltaba ver con tanto detalle cómo ofrece esta exposición la intimidad de un genio cochino, sus fantasías más atrevidas y sus nimiedades de alcoba, el lado machote, exhibicionista y depredador de quien sin duda consideró echar un buen polvo como una de las artes aplicadas.

Humanidad, esa palabra con la que a menudo se bordea la cursilería diciendo que alguien la posee, viene aquí al pelo, pero con una advertencia: el ser humano Pablo Picasso evidente en este Picasso erótico (abierta en París hasta el 20 de mayo, aunque se podrá ver a finales de año en Barcelona, tras un paso por Montreal) a algunos les puede resultar altamente incorrecto e insoportable, y no me extrañaría que se multiplicaran los estudios tachándole de sexista, machista, maltratador y aprovechado mirón. Nadie ha habido en el mundo del arte más falócrata que Picasso. ¿Alguien más vaginócrata que él?

Se cuenta que un día el historiador y museísta Jean Leymarie, amigo personal del pintor malagueño, le hizo esta pregunta en medio de una visita: 'Tengo que dar una conferencia sobre arte y sexualidad; ¿qué digo?'. 'Que es lo mismo', le respondió Picasso. Más allá de la frase feliz y la leyenda de sus muchos amores, su juventud de gran prostibulario, su capacidad viril mantenida hasta edades de milagro, hay en la respuesta a Leymarie una verdad. Lo que Picasso quería era pintar y follar todo el día, todos los días (esa obsesión por fechar los cuadros, los dibujos, los grabados, los apuntes, ¿los coitos?). Pintar como follar, follar para poder pintar mejor.

Naturalmente, hay una gran pintura erótica en todas las fases y estilos picassianos, de la que el Jeu de Paume tiene algunas muestras importantes. No es lo más relevante y revelador de la exposición, que deslumbra fundamentalmente por los cuadernos, postales, papeles privados, croquis y series gráficas vistas en continuidad. ¿El gabinete del artista? Su retrete, pues una buena parte de estas prodigiosas obras menores tienen algo de los grafitti que los salidos dejan a su paso por los servicios. John Berger, que ya estableció la comparación hace años, decía sin embargo que lo que solemos ver inscrito o dibujado en la pared de un váter surge de la frustración; los órganos sexuales allí reproducidos crudamente expresan lujuria y resentimiento, el placer denegado del sexo. En los grafitti de Picasso, por el contrario, aparte de una mano muchísimo más hábil y ocurrente, hay gozo satisfecho. El placer de pintar y fornicar relacionados íntimamente.

Acabo insistiendo en el deseo, siempre en nuestro paisano atrapado por el rabo (así se llama su única obra teatral, la deliciosa extravagancia surrealista Le désir attrapé par la queue, escrita en francés). Los estudiosos no han dejado de reparar en la frecuencia de los pinceles, los padres y los polvos en la obra de Picasso. Ciertas veces los tres motivos se juntan, como en la extraordinaria serie de aguafuertes de 1968 Rafael y la Fornarina, donde la pareja artista-modelo y hombre-mujer se ve siempre observada en su trabajo y su fornicación por un intruso, el papa Julio II. ¿Papa o papá? A Brassaï le confesó Picasso: 'Siempre que dibujo a un hombre, involuntariamente pienso en mi padre'. No me quiero poner psicoanalista, pero diría que la atropellada y picaresca alegría sexual que anima el arte de Picasso es la de un hijo perpetuo a quien los años le hicieron más corta la edad y más larga la cola.

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