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Tribuna:
Tribuna
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La generalización de los argumentos estúpidos

Vivimos en unos tiempos donde, junto a grandes progresos de la racionalidad y de la ciencia, coexisten ámbitos importantes en lo público y en lo privado dominados por la necedad, por el simplismo y por la vulgaridad intelectual. Como dice Hilary Putnam, es sorprendente la 'fascinación que parecen tener las ideas incoherentes'. A veces los medios de comunicación se encargan de difundirlas e incluso de alentarlas, y responsables políticos o líderes sociales de engendrarlas y de dotarlas de autoridad y de solvencia, al menos prima facie, por la presunción de legitimidad que éstos tienen a priori. En otros ámbitos como el deporte o las revistas del corazón, los ciudadanos escuchan a diario lugares comunes que se repiten con grandes palabras como si estuviéramos ante aportaciones ingeniosas, como 'el fútbol es así', 'no merecimos perder', 'nos robaron el partido'; o, en el segundo supuesto, 'es el amor de su vida' o 'somos muy felices'. La extensión con que la prensa en general, y la deportiva o la llamada 'rosa' en particular, trata esos asuntos y repite esas vulgaridades permite percibir la amplitud del eco de esas palabras. Estamos ante una gigantesca generalización de los argumentos estúpidos, que sorprenden y avergüenzan por su arraigo y por su eco en la opinión pública. Que un programa como Tómbola haya tenido una audiencia tan fiel como numerosa, hasta que el nuevo presidente del Ente, señor Giménez Alemán, la suprimió con buen juicio hace unas semanas, es un signo de la profundidad de la patología.

Y el problema es más grave, porque incide negativamente en la pedagogía que se necesita para formar una ciudadanía responsable.

Pero cuando el problema adquiere proporciones muy serias es cuando esas ideas incoherentes y esos argumentos estúpidos proceden de dirigentes políticos y de personas con relevancia social. Son momentos más frecuentes de lo que parece, y recientemente hemos tenido muchos casos pertinentes de los que extraigo algunos especialmente ejemplares como disvalores.

El modelo en el ámbito político lo ha representado el señor secretario de Estado de Justicia, cuando ha declarado, firme y contundentemente, con esa seguridad que da haber ganado una oposición a un gran Cuerpo del Estado, que había que despolitizar al órgano de gobierno de los jueces. Repite el señor Michavila una cantinela muy oída sobre la politización del gobierno de los jueces. Es el paradigma de los argumentos estúpidos, que sin duda confunden la función de los jueces con su gobierno, atribuido en la Constitución al Consejo General del Poder Judicial. Conviene dejar claro que la forma de elección actual, en su totalidad por las Cortes Generales, es plenamente constitucional, y queda por justificar que la pretensión de despolitización se refiere al gobierno de los jueces, y no a la función judicial. En el ejercicio de la función de juzgar y de hacer ejecutar lo juzgado la Constitución protege y garantiza la independencia judicial, pero aun en ese caso no se puede alcanzar una wertfreiheit, una neutralidad que es imposible, y que además es dudosamente deseable en el ámbito del Derecho, donde el juez está comprometido, en el marco del sistema constitucional y legal, con realizar la justicia y garantizar la libertad y la igualdad. Siempre les digo a mis alumnos que para juzgar a un interlocutor jurista que les diga que es neutral deben recordar que esa neutralidad es imposible, y quien la afirma o es un estúpido ignorante o es un mentiroso. Todos los juristas y también los jueces tienen sus ideas, sus intereses, y por eso la proclamación del principio de independencia para controlarles. Y los jueces hacen política porque el Derecho es creado por el poder, que recoge en las sociedades democráticas los ideales de la ética pública, que son inevitablemente políticos. La visión de unos jueces angelicales, sin intereses ni ideales políticos de este mundo, como los santos de la Ciudad de Dios agustiniana, no resiste ningún análisis serio, y no puede ser la base para la propuesta que respalda el señor secretario de Estado de que son el cauce ideal para elegir un Consejo General del Poder Judicial apolítico, fuera de la realidad mezquina del mundo político, y que supere la inconveniente politización del actual modelo.

No sabemos qué legitimidad tienen estos señores jueces para elegir ellos solos a su órgano de gobierno. Seguramente no será el saberse bien los temas con los que aprobaron las oposiciones, y no se me alcanza qué puede merecer un colectivo de pocas miles de personas para elegir al órgano de gobierno de uno de los poderes del Estado, cuando el principio democrático reside en la soberanía del pueblo español representado en el Parlamento. Que un secretario de Estado de un gobierno democrático, en un régimen parlamentario representativo, diga que hay que despolitizar a un poder del Estado es un contrasentido que resulta difícil de entender, que es poco racional y muy incoherente. Supone que el gobierno de los jueces es un asunto interno de éstos, cuando los terceros afectados por sus decisiones son todos los ciudadanos y todas las instituciones públicas y privadas. Nunca se ha pretendido dar tanto poder a tan pocos, y ésa es la apuesta por reforzar un corporativismo propio del Antiguo Régimen, cuando los jueces vendían o compraban los cargos judiciales como si fueran su propiedad. Ahora, la feliz ocurrencia del Gobierno, glosada en ese comentario por el señor secretario de Estado, es como la moderna forma de compra de cargos, al permitir convertirlos en monopolizadores de un poder del Estado. Cuando el Tribunal Constitucional, fuera de sus funciones, excediéndose de lo que puede y debe decir, aún reconociendo que el sistema actual de elección es legítimo, dijo que sería mejor el otro, utilizando también un argumento estúpido, estaba acreditando que años más tarde se pudiera afirmar la necesidad de despolitizar a un poder del Estado. Pero el colmo será, si esta barbaridad se consuma, que los señores Diputados y Senadores del PP, y espero que nadie más, se identifiquen con el despropósito y voten privarse a sí mismos y a las Cortes Generales en concreto de la elección de doce vocales del Consejo General del Poder Judicial, transfiriendo esa competencia al colectivo de jueces. En ese caso habríamos pasado de la estupidez a un error de imprevisibles consecuencias, y esa votación debería acompañarse con la audición en el hemiciclo de 'Los esclavos felices' de Arriaga.

El otro ejemplo clamoroso en el ámbito político son las declaraciones del secretario general de Emigración, señor Fernández Miranda, cuando sostiene, sin enrojecer, la conveniencia de que los emigrantes sean católicos para integrarse mejor en una sociedad mayoritariamente católica como la española. Aquí la incoherencia y la sinrazón se completan con la inconstitucionalidad, y parece que volvemos al modelo que iniciaron los Reyes Católicos de vincular la unidad de España con la unidad de la fe. Si entonces produjo males sin cuento, hoy infringe la libertad religiosa, la aconfesionalidad del Estado y la debida neutralidad de las autoridades en temas que sólo afectan a la conciencia de los individuos.

Para hacer referencia ahora a un ejemplo social de argumentos estúpidos, creo que podemos asociar a dos representantes relevantes de la sociedad catalana, la señora Ferrusola, esposa del Molt Honorable President de la Generalitat, y el viejo militante de la izquierda nacionalista Heribert Barrera. No estamos ante un límite a la libertad de expresión. Mas bien pienso que estas situaciones no deben abordarse desde esa perspectiva. Decir que sus hijos no jugaban de pequeños en las plazas o en los parques porque todos los niños hablaban castellano, o referirse despectivamente a los emigrantes, o afirmar que su llegada masiva pondría en peligro la identidad de Cataluña, no es motivo de limitación de la libertad de expresión de la señora Ferrusola, aunque coincidiera en el tiempo y en los temas con el señor Barrera. De esas afirmaciones no se desprendía un claro y presente peligro para la situación de los emigrantes. Más peligro produce para ellos una Ley de Extranjería, claramente inconstitucional, que les impide ejercer derechos que les son debidos. Por otra parte, hay que tener cuidado con esos meros inquisidores de toda laya que consideran inaceptables argumentos que, aun siendo recusables y no compartidos por la mayoría, no van a tener consecuencias prácticas dañinas para la convivencia. Otro ejemplo reciente es reprochar a un diputado que utilizase críticamente para describir el tono de intervención de una diputada el término 'colegio de monjas'. No se me alcanza por qué se considera un comentario machista, ni mucho menos por qué la señora presidenta le sugiere que retire la expresión utilizando como argumento que es el día de la mujer trabajadora. Todas las opiniones enriquecen una convivencia, y el pluralismo necesario, aunque en contradicción con el núcleo central de los valores constitucionales; otra cosa es si pueden crear un claro y presente peligro que ayude a subvertir o a llegar a situaciones de violencia generalizada. En esos casos sólo se puede limitar la libertad de expresión, y ello por medio, casi siempre, del Código Penal.

En muchos casos, opiniones y tomas de postura -y en la ocasión que citamos, las de la señora Ferrusola y las del señor Barrera- no merecen reproche por excesos en la libertad de expresión, sino porque sitúan sus palabras en el corazón mismo de los argumentos estúpidos, que ponen de relieve o limitación o debilitamiento intelectual; son un mal ejemplo de argumentación racional, obstaculizan la pedagogía de la libertad y de la tolerancia y desorientan a los interlocutores por su simplismo.

Entre todos debemos atajar la extensión de esos argumentos estúpidos, que nos rebajan y nos sitúan en la indignidad, que no aportan nada para elevar nuestra condición.

Gregorio Peces-Barba Martínez es rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

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