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Columna
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Bucólica

Un día al llegar del colegio me dijeron en casa que se iban a llevar a las vacas de Madrid. Cerca de donde yo vivía funcionaba una vaquería y siempre que pasaba por su puerta solía asomarme al establo para mirar a aquellos enormes y pacíficos animales colocados en fila delante del pesebre rumiando ajenos al mundanal ajetreo de unas calles que ya empezaban a registrar problemas de tráfico y, sobre todo, de ruido gracias a un moderno vehículo híbrido de motocicleta y carromato que se llamaba motocarro y hacía furor entre los pequeños transportistas.

Las vaquerías olían a estiércol y orines, un olor penetrante y exótico que no nos resultaba del todo desagradable a los niños de asfalto. En contraste con la ineludible suciedad y las fragancias del establo, la lechería contigua relucía de blanco impoluto y sólo olía a leche. Intrigaba ver cómo aquellas bestias malolientes y pesadas eran capaces de crear un producto ejemplo de pureza y de limpieza, aunque ya sabíamos que los lecheros lo mezclaban con agua, siempre en demasía para el exigente criterio de las amas de casa preocupadas por la carestía de la vida y la degradación de los alimentos cotidianos. Según su autorizada opinión, todos los tenderos hacían trampas con la báscula, todos los carniceros metían demasiado gordo en los filetes y todos los lecheros aguaban su producto.

Me dijeron que a las vacas se las llevaban por razones higiénicas y sanitarias y yo pensé que con la medida se trataba de proteger la salud de ellas, amenazadas por el hacinamiento de los establos y los peligros y disturbios de la vida ciudadana. A las vacas había que devolverlas al campo para que vivieran en su medio natural, comieran hierba fresca y no fueran atropelladas cuando salieran a pasear por la calzada. Las vacas no tenían por qué saber lo que era un semáforo y ni mucho menos un motocarro.

Luego me enteré de que eran la sanidad y la higiene de los humanos lo que se cuestionaba, no lo entendí y sigo sin entenderlo. Ahí está el tema de las vacas locas para darme la razón al cabo de tanto tiempo. Está claro quiénes son las víctimas y quiénes los verdugos.

Ahora me preocupa la salud de las ovejas realquiladas en la Casa de Campo. El buen pastor que les ha buscado un alojamiento tan exclusivo minimiza los riesgos y habla en el periódico, con crudeza campesina y precisión científica, de los preservativos dispersos por el suelo del parque como fuente alternativa de proteínas para su rebaño. El pastor hace un guiño pícaro frente a la entrevistadora y reconoce que la visión de tanta chica 'descapotada' le resulta más amena que la de los prados y bosques, los yermos y las colinas donde hasta hoy apacentara a sus borregos. Tampoco se sabe lo que piensan ellos, nadie puede interpretar ni los balidos ni los silencios de los corderos, pero quizás estudiando su comportamiento en los próximos meses se puedan aventurar algunas conclusiones sobre la influencia del entorno y del tipo de alimentación, no sólo a base de preservativos sino también de envoltorios, bolsas de plástico, paquetes de tabaco y otros detritus generosamente distribuidos entre hierbajos y matorrales por el ganado humano que frecuenta su terreno, para hacer sano ejercicio físico o insano comercio carnal, para merendar sobre la hierba o hacer la siesta bajo los pinos.

La Casa de Campo recuperará algo de su perdido encanto bucólico con este aditamento. Un encanto muy distinto del de aquella novela pastoril y anacreóntica que encandilaba a los cortesanos madrileños con la almibarada visión del buen salvaje que, libre de las intrigas de la corte, tocaba el tamboril, la flauta y la zampoña en un paisaje idílico, ajeno a las preocupaciones y ligero de piernas para corretear en pos de Amarilis y de otras poéticas y etéreas criaturas de los bosques y los regatos que hablaban en verso endecasílabo. La Casa de Campo urbanizada y cercada es pasto de la ciudad que la devora, y campo de concentración y esclavitud para las cortesanas de hoy, pobres sirenas varadas en el arcén con su patético cortejo mercenario, ovejas descarriadas y secuestradas por cuatreros, abigeos sin escrúpulos. En la Casa de Campo puede perderse el buen pastor y extraviar sus ovejas en caminos llenos de asechanzas y de automóviles, de crueles predadores y de peripatéticas ninfas de la aldea globalizada.

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