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OPINIÓN
Columna
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La rueda de la vida

Si algo caracteriza la actual situación es la tremenda confusión que existe. Toda sociedad es un mixtum, un agregado complejo de situaciones, grupos, individuos y culturas. Y también de redes paralelas de información. Habitualmente, todo rueda sin estridencias. Pero, en tiempos especialmente conflictivos como éste, las ruedas interiores de esa sociedad parecen moverse en direcciones opuestas, como si ese delicado aparato de relojería que es toda sociedad en marcha estuviera descompuesto. Uno tiene la sensación de marchar, paso firme, hacia la ruina más absoluta. Claro que si esa sensación perdura, la ruina se hace real, la sociedad se para y degrada sin remedio.

Algo de esto nos pasa (y no repetiré que es a causa de la ponzoñosa Hidra, porque es evidente; pero sí diré que la clave la tienen otros). Hay un colectivo muy numeroso que vive -si puede llamarse a eso vivir- en condiciones dramáticas. No sólo se juegan la vida cada día, sino que, lentamente, les oprime la sensación del apestado: del que pone en peligro a su familia, de quien es tratado por sus amigos con demasiada complacencia o de forma esquiva, de quien lleva una vida irreal, sin esos momentos cordiales que son tan necesarios en el día a día. La víctima absoluta. Es una sensación, imagino, demoledora. Esa rueda exige, con razón, una solución drástica y lo exige, con dramatismo, ya.

Pero hay otros mundos que también giran. Uno de ellos como reflejo del anterior, como huida más bien del anterior, como su efecto perverso (a veces inconsciente). Es el de quienes están convencidos de ser diferentes de las víctimas (por vasquistas, por izquierdistas, por neutrales o por lo que quiera usted). La clave no está en su vasquismo o en su izquierdismo (tengo un amigo que es reconocido izquierdista y neutral, y es víctima; Lluch era más bien vasquista), sino en esa apelación a la diferencia. A mí no me tocarán, piensan, porque yo no me meto, y están dispuestos a mediar, lo que no les libra de ser víctimas. Está ese otro mundo del vasquismo radical, inoculado de intransigencia, que llega a legitimar las muertes. Está el mundo del vasquismo acorralado (¿por quién?, pero ellos se sienten así) que se niega a ver los hechos para refugiarse en la anécdota. Son mundos estancos.

Pero sobre todo, está un amplio mundo ajeno a todos los anteriores. Les repugnan las muertes, incluso les duelen, pero no entienden que eso vaya con ellos. Viven un mundo, al que pertenecemos, de estabilidad y privacidad, sin que sepan a ciencia cierta lo que nos va en el actual envite. ¡Y les comienza a repugnar la política! No por cinismo, en absoluto, sino por culpa de la política misma. Por la manipulación cínica (ahora sí) que entienden se hace de ella. O porque nunca los partidos han desplegado debidamente las antenas ('redes paralelas de información') y por la ausencia de pedagogía por parte de éstos.

Son los votos del 'vamos a hablar', 'los políticos tienen la culpa', 'miremos al futuro', que demagógicamente (así lo creo) se los lleva la imagen de un Ibarretxe templado para sumarlos al 'vasquismo acorralado'. De manera que ese reloj descompasado que es la sociedad hoy aparece retratada de aquella manera en las encuestas. Y, si no se pone remedio, lo hará en las próximas elecciones.

Sólo hay un modo de hacer que las ruedas se muevan ajustadas entre sí, cadenciosamente, hasta sacarnos de este abismo de confusión y envilecimiento. Sólo ocurriría si tuviésemos la suerte, poco probable, de que en la política se oyera una voz diferente, una voz que se hiciera eco firme de la palabra moral de las víctimas y supiera, al mismo tiempo, erigirse en líder social, llenando de sentido el esfuerzo de tantos y tantos. Una voz que se erigiera en portavoz de la unidad democrática, que arrebatara al PNV de la deriva etnicista y trascendiera el puro discurso moral-testimonial que hoy por hoy hacen el PP y el PSE. Pero que no sea probable no implica que no debamos aspirar a lo mejor.

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