Pluralismo vital y cambio biográfico
Los cambios de época obligan a caer en posturas extremas, donde bandos irreconciliables se niegan el pan y la sal enzarzados en agrias polémicas cuerpo a cuerpo. Y así sucede también en nuestro tiempo, como si la cronología aritmética del cambio de milenio determinase la necesidad de tener que alinearse entre los apocalípticos o entre los integrados. Estos últimos son hoy los apologistas de la globalización, la nueva economía y la sociedad-red, que nos auguran un fructífero futuro poblado de venturas sin cuento: es el paraíso de Telépolis, la nueva Jauja digital, donde todos estaremos simultáneamente interconectados en tiempo real a través de microteléfonos, cables de banda ancha, imágenes virtuales y correos electrónicos. Y frente a esta novela color de rosa están los lúgubres agoreros de la sociedad del riesgo, que nos pintan un futuro negro como la pez a causa del fin del trabajo, la precariedad laboral, la crisis de la familia, la degeneración de la política, el imperialismo mediático, el posmodernismo cultural, el cambio climático y el ineluctable incremento de imprevisibles efectos perversos: alimentos transgénicos, vacas locas, sida, fiebre aftosa, etcétera.
Pues bien, ni tanto ni tan calvo. O por mejor decir, ambas cosas a un tiempo. Me refiero a que ambos escenarios futuros, el optimista y el catastrófico, son igualmente verosímiles, sin que podamos saber a ciencia cierta en qué grado ni con qué signo se cumplirán cada uno de los contrapuestos pronósticos que nos formulan los oráculos venturosos o agoreros. Y esto es así porque, en efecto, literalmente, todo puede pasar. La única seguridad que tenemos es que ya no hay ningún determinismo forzoso: ni tecnológico, ni económico ni ideológico. El futuro no está escrito sino que es incierto, en el sentido de que está abierto a todas las contingencias previsibles e imprevistas. Así que la que está por venir es tanto una sociedad de riesgos como de oportunidades, lo que la convierte en una sorprendente sociedad de la incertidumbre.
¿Quiere esto decir que no sabemos imaginar cómo será la vida futura, si condenada o salvadora? Sí que podemos aventurarlo, pues lo que sabemos es que tendremos que acostumbrarnos a cambiar. Cuando el futuro nos parecía estar escrito de antemano por el determinismo económico, entonces la vida era un estrecho sendero lineal de sentido único, que estábamos predestinados a recorrer de la cuna a la tumba. Pero hoy ya no es así, pues ahora se ha convertido en un rosario de encrucijadas problemáticas donde a cada paso nos asaltará el dilema de no saber si nos enfrentamos a una oportunidad o a un riesgo. Y esta incertidumbre nos obligará a prepararnos para cualquier eventualidad. De ahí que el curso futuro de nuestras vidas se parecerá no a un relato lineal, como sucedía antes, sino a una red multidireccional, a un laberinto en forma de tela de araña o la conocida y bella metáfora de Jorge Luis Borges: un jardín de senderos que se bifurcan.
Y esto hará que se transforme nuestra entera biografía. Hasta aquí, la vida de una persona tenía tres etapas claramente diferenciadas. Primero advenía una finita minoría de edad durante la infancia y la juventud, centrada en la educación y la enseñanza, la adquisición de formación profesional, la búsqueda de empleo y la elección de pareja. Eran los Años de aprendizaje cantados por Goethe en su Wilhelm Meister. Después, una vez completada esa etapa juvenil, el destino futuro quedaba cerrado para siempre, y advenía la larga edad adulta vertebrada por el amor y el trabajo. Es decir, estructurada por la constante dedicación a un empleo estable (mi trabajo, mi oficio, mi vocación) y a una familia estable (mi pareja, mis hijos, mi hogar) que constituían la doble sede de la identidad personal. Y por último, al final de esos otros Años de andanzas recorridos por el adulto Wilhelm Meister, se obtenía el jubileo de la merecida vejez o mayoría de edad, que con su dorada senectud cerraba el ciclo completo de la carrera vital.
Pues bien, este esquema biográfico va a cambiar sobremanera, transformándose radicalmente. La flexibilidad laboral determinará que, conforme se vayan imponiendo con el outsourcing las nuevas relaciones contractuales (temporales, a tiempo parcial, por obra o de free lance), en vez de un solo empleo vitalicio dispondremos de diversos empleos fragmentarios y discontinuos a lo largo de la vida. Esto nos obligará a reconvertirnos profesionalmente al compás del cambio tecnológico, adquiriendo a cada paso nueva formación especializada. Y el pluralismo conyugal determinará que, en lugar de un solo matrimonio indisoluble, experimentemos una sucesión de uniones amorosas discontinuas y perecederas. Lo cual exigirá abandonar nuestros hogares y fundar otros nuevos, transformando nuestras relaciones familiares. De ahí que la carrera vital ya no será unilineal, vertebrada por un solo amor y un solo trabajo, sino multilineal, pluralista, discontinua y quebrada, al quedar cruzada por múltiples amores, múltiples trabajos y múltiples hogares, que se sucederán con creciente movilidad biográfica.
Y en consecuencia, la estructura de la carrera vital resultará alterada. En especial, la frontera entre juventud y edad adulta se hará permeable, tornándose cada vez más indefinida, diluida, confusa y borrosa. En efecto, los nuevos adultos, obligados a cambiar con frecuencia tanto de empleo como de pareja, deberán comportarse otra vez como jóvenes, dispuestos a adquirir nueva formación profesional y nuevas experiencias amorosas. Y eso les hará juvenilizarse, contagiándose de los estilos de vida experimentales, interactivos y promiscuos que acostumbra desarrollar la juventud. Pero también los jóvenes cambiarán, al saber que sus destinos adultos habrán de ser cada vez más frágiles, inciertos y precarios, lo que les aconsejará prepararse con antelación antes de ocuparlos. De ahí que también la juventud se transforme, adquiriendo con temprana precocidad comportamientos adultos experimentales, como sucede con las relaciones sexuales y amorosas.
En suma, las biografías del próximo futuro cambiarán en el sentido de adaptarse a su transformación continua. La adquisición y el cambio de los conocimientos no concluirá con la juventud sino que continuará desarrollándose a todo lo largo del ciclo de vida, que se transformará en un proceso continuo de (re)educación permanente. Y eso hará estallar en mil pedazos la frontera de la juventud: los adultos se convertirán en jóvenes tardíos y los jóvenes se transformarán en adultos precoces. Pero ese proceso de reeducación continua no podrá detenerse allí. Antes o después afectará a la vejez, pues si ahora la frontera entre adultos y viejos es nítida, abrupta e insalvable, pronto se hará permeable, resultando cada vez más borrosa conforme los mayores se hagan versátiles y aprendan a juvenilizarse.
Y semejante revolución de la vejez comenzará a desencadenarse incluso antes de que se imponga la sociedad de los centenarios, desde el mismo momento en que se inicie la jubilación de las sobreeducadas generaciones de baby-boomers. Entonces, cuando se produzca el estallido financiero de los sistemas públicos de pensiones, se rebelarán los nuevos mayores, que se negarán a jubilarse protagonizando la invención de múltiples movimientos sociales de protesta senatorial. Esos nuevos ancianos se resistirán a obedecer la orden de salida de la vida activa, y en su lugar elevarán la voz del para entonces dominante poder gris, esgrimiendo como bandera reivindicativa la defensa de sus derechos adquiridos. Y así surgirá una nueva cultura sólo para mayores, como seña de identidad que les permitirá reconocerse a sí mismos con orgullo y autoestima, alcanzar plena aprobación pública, hacerse respetar por los demás y adquirir legítimo prestigio social.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.
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