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La asfixia

Josep Ramoneda

Ha llegado el momento de formular a Jordi Pujol la pregunta maldita: ¿Puede un gobierno jugar estrictamente a mantenerse? La coincidencia de tres factores: su raspada reelección, el declive político del presidente y de su coalición y la mayoría absoluta del PP han dejado al Gobierno de la Generalitat en estado de incapacidad de definir una política propia. Y el PP -que ejerciendo el poder es implacable y no tiene consideración alguna por nada que no sean sus propios intereses- está aprovechando la circunstancia para agobiar hasta la asfixia al Gobierno nacionalista.

Algunos hablan de humillación. No es humillación, es un deterioro sistemático, estratégicamente calculado, sin gran ruido pero sin pausa, que obliga a Convergència i Unió a tener actitudes contrarias y contradictorias con sus posiciones políticas e ideológicas casi a diario. El PP sabe que estas cosas desdibujan muchísimo el perfil de un partido de gobierno, más si cabe un partido que había hecho de la autonomía respecto a Madrid su bandera exclusiva. Los populares ejecutan su estrategia con frialdad burocrática: sin inmutarse. El PP ordena: a votar el Plan Hidrológico Nacional. Convergència i Unió amaga la discrepancia. El PP ni se mueve -el propio Gobierno dice que el acuerdo anunciado el pasado jueves no existe- y Convergència i Unió vota. Y encima, por si algún iluso convergente pensaba que se podía conseguir algún cromo a cambio de la sumisión, el mismo día el PP recurre contra una ley del Parlamento catalán. Por si fuera poco, los populares reclaman un acuerdo estable de colaboración que sitúe definitivamente a Convergència i Unió en su órbita. Son voraces: saben que pueden tenerlo todo, y no van a hacer concesiones, no tienen necesidad. No hay nada como la implacabilidad de los que tienen la sensación de que han gobernado siempre y que seguirán gobernando por la eternidad porque España y ellos son así, señor Pujol. No es una convicción ideológica, es convicción de casta, que es la más apabullante. Pujol se parapeta en el discurso de los malos momentos: 'Hay una tremenda ofensiva contra el nacionalismo'. Música para elefantes.

¿Qué quiere el PP? Demostrar que Convergència i Unió ya no es decisiva, que había sido el argumento exhibido por los nacionalistas en las últimas campañas electorales. Que los decisivos son ellos, también en Cataluña. Pero hay más. La estrategia tiene un objetivo: integrar a Convergència i Unió en la gran familia de las derechas españolas y acabar con las ambigüedades nacionalistas. Y hacerlo del modo más natural: obligando a Pujol a votar siempre juntos, hasta que la normalidad de la pareja sea ya absoluta. En realidad, ya empieza a serlo. La resignación convergente es la mejor prueba. Naturalmente, después vendrá una segunda parte. Puesto que son de la misma familia, convencer a los que votan a los primos de que es mejor votar directamente a los hermanos. Pero esto es para más tarde. Cuando Convergència i Unió haya perdido el aliento que le queda después de repetir una y mil veces el ejercicio de estas últimas semanas: dar la cara en el Ebro, levantar la voz, y callarse inmediatamente cuando la orden de Madrid se haga perentoria. ¿Que Convergència i Unió conseguirá algo a cambio? El PP no tiene necesidad alguna de dar nada. Desde la primera legislatura -y lo digo por un testimonio directo de aquellos primeros meses-, el PP tuvo claro que con Convergència había un modo de entenderse: no arrugarse nunca, no sentirse obligado a hacerle concesiones graciosas. Lo cumplió. Y a la vista está el resultado.

Los convergentes, en su campaña contra Maragall, pensaban argumentar que Cataluña no podía entrar en el siglo XXI con un partido -el PSC- dependiente de Madrid -el PSOE. El PP les ha inutilizado el discurso. Tantos años criticando CiU el sucursalismo de los demás para acabar haciendo de sucursal del PP. Es decir, sucursal de un centro perfectamente ajeno, en el que no tiene siquiera la voz y el voto que el PSC tiene en el PSOE. En otros tiempos, con la coalición al alza y con un amplio horizonte por delante, Pujol habría encontrado alguna vía de escape. Ahora sólo le quede aguantar. Aunque bien es verdad que su odio visceral al PSC -sólo equiparable al odio que le tienen algunos antipujolistas, que cegados por su pasión no han ayudado en nada a la alternativa en este país- le impide grandes maniobras estratégicas. Pero está Esquerra, por ejemplo, con la que hubiese podido plantear vías alternativas y, al mismo tiempo, desmontar el tenderete de Pasqual Maragall. En otros momentos, hubiese apelado probablemente a la reacción nacional contra el Gobierno de Madrid. Pero Pujol ha aprendido en esta legislatura -con el fiasco de los adhesivos de los coches, por ejemplo- que el patriotismo no está para grandes movidas, que lo simbólico ya no mueve a nadie. Y conoce la ferocidad del PP, que le marca sin dejarle un palmo de terreno y que le castigaría con dureza si buscara una salida alternativa. Con 20 años de gobierno y todo lo que ello significa, con un sistema clientelar en estado de inseguridad porque el Gobierno de la Generalitat ya no le es útil como antes y no sabe muy bien cuál será su futuro, Pujol no tiene otro remedio que abrir el paraguas y esperar que amaine. Puesto que las autonómicas van en el calendario por delante de las generales, no le queda siquiera la posibilidad de confiar en que Rodríguez Zapatero rompa la mayoría absoluta del PP.

El gran problema de Pujol es que en este momento no es libre. No es libre del sistema de intereses que ha trenzado; no es libre del PP, que le conoce los puntos débiles y no dejará de apretarle; no es libre para seguir apostando a una estrategia y a un discurso que ya no sirve. Esta falta de libertad debe ser angustiante para un hombre acostumbrado a decidir según su libre albedrío, para una personalidad sobresaliente hecha para mandar y no para obedecer, para un ciudadano respetable que vivió en la fantasía de una cierta responsabilidad paternal sobre Cataluña y que ahora se siente atrapado por un país que ya no es el que era. Los países cambian. Y, a menudo, los políticos son los últimos en enterarse. 'El secreto de la libertad es la valentía', decía Pericles. Pero a Pujol le toca ahora vivir los tiempos de la resignación. Nadie es libre de su pasado.

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