La escuela como mecanismo de desigualdad
¿Es lícito subvencionar colegios privados de élite cuando existen escolares de barrios pobres que asisten a clase en barracones y la mayoría de las escuelas públicas están aún mal equipadas? Este periódico se ha hecho eco la última semana de la polémica creada por la decisión de la consejera de Enseñanza de la Generalitat, Carme Laura Gil, de subvenionar a siete colegios de élite de Barcelona. En un primer momento, se enrocó en su posición y optó por la actitud de sostenella y no emendalla. Pero, poco a poco, parece haber comprendido que, cuando menos, su decisión rompe el mínimo sentido del decoro y es poco presentable desde el punto de vista de la equidad social.
¿Por qué el Estado, que tiene su propia red gratuita de escuelas públicas y concertadas, debe subvencionar con fondos públicos escuelas de élite cuya existencia responde, fundamentalmente, al deseo de diferenciación social por parte de los padres que envían a sus hijos a esos colegios? No es pregunta de respuesta fácil, pero en todo caso vale la pena recordar los argumentos manejados en la última reforma fiscal del Gobierno de José María Aznar para suprimir la deducción de los gastos privados en salud. Se dijo, y me parece bien, que no tenía sentido favorecer a los más ricos cuando el Estado suministra ya una buena sanidad financiada con fondos públicos.
Volviendo a la medida comentada, ¿qué criterio deberíamos utilizar para juzgar la deseabilidad de las políticas educativas? Una forma adecuada es ver si contribuyen a aumentar o a disminuir la igualdad de oportunidades de los individuos para enfrentarse a la vida. No hablo de la igualdad de renta, sino de oportunidades. Cómo le va en la vida a una persona depende de factores que tienen que ver con el esfuerzo personal, pero también con el hecho de si la sociedad ha ofrecido o no iguales oportunidades a los individuos para enfrentarse a esa carrera. Una sociedad decente tiene que asegurar a todos sus ciudadanos, sea cual sea la cuna en la que hayan nacido, los bienes que, como la educación, forman parte de las condiciones que aseguran esa igualdad de oportunidades.
A la vista de las condiciones físicas y de medios pedagógicos en las que desenvuelven su labor la mayor parte de las escuelas públicas, la decisión de conceder subvenciones a los colegios privados mencionados no parece cumplir ese principio de igualdad de oportunidades. Las escuelas con una relativa alta proporción de estudiantes pobres e inmigrantes tienen más probabilidad de estar en barracones, de tener menos aulas y más alumnos por clase, de no tener ordenadores y no estar conectadas a Internet, así como de tener profesores menos motivados y formados en nuevas tecnologías.
Caminamos (de prisa) hacia una sociedad más rica, pero también más desigual. Las fuerzas que empujan la nueva economía y la globalización empujan también hacia la desigualdad. La sociedad del conocimiento y de Internet comporta, entre otras cosas, que los ingresos laborales dependen cada vez más de la formación y de las habilidades adquiridas durante el periodo escolar. Si es así, sólo falta que las políticas educativas contribuyan a reducir las oportunidades.
Tenemos que hacer un esfuerzo gigante para mejorar las condiciones físicas de las escuelas públicas, para conectarlas a Internet, para formar a los profesores en las nuevas tecnologías y para reducir el número de estudiantes por clase. Y ese esfuerzo ha de ir especialmente dirigido a las escuelas con mayor proporción de estudiantes con ingresos bajos e inmigrantes.
Pero ese esfuerzo educativo no puede limitarse al interior de las aulas. Numerosos estudios realizados en Norteamérica muestran que el conocimiento adquirido en las clases, y especialmente la capacidad de lectura, se deterioran durante las vaciones de verano. Y de nuevo esta pérdida es mucho mayor, equivalente a tres meses, en los estudiantes de familias de ingresos bajos y de inmigrantes. De ahí que los Estados y el Gobierno federal dediquen crecientes recursos para ayudar a los municipios y comunidades locales a mitigar este efecto de la pobreza mediante actividades extraescolares y programas de vaciones. Aquí la Generalitat y el Gobierno central tendrían que hacer algo parecido.
En un momento en que aumenta la inmigración y las escuelas privadas tienden en muchos casos a rehuir la parte de responsabilidad que les corresponde, la escuela pública queda como el único mecanismo para la integración educativa de los inmigrantes. Esto puede significar un importante deterioro de su calidad. Si es así, las clases medias y trabajadoras que puedan hacerlo sacarán a sus hijos de la escuela pública y ésta quedará para los marginados, convirtiéndose en un instrumento de creación de desigualdad. Éste y no otro es el gran reto para los responsables políticos de la escuela pública.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.
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