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Columna
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El ejemplo de Kafka

El 21 de agosto de 1913 Franz Kafka señalaba en uno de sus diarios que se sentía con su familia 'como un desconocido entre desconocidos' y que no hablaba con sus hermanas casadas ni con sus cuñados, simplemente porque no tenía nada que decirles. 'Todo lo que no es literatura me aburre y lo odio, pues me molesta o me estorba, aunque sólo sea en mi imaginación'. (Citamos por la excelente edición de Galaxia Gutenberg.) Quien de este modo se expresa es uno de los más grandes escritores del siglo XX, seguramente el más representativo, el más inclusivo. Un escritor, Kafka, semiinédito en vida por voluntad propia y lleno siempre de dudas y vacilaciones sobre su capacidad de escritor. No se casó -ese fragmento es de un borrador de carta al padre de su prometida, Felice Bauer-, murió con poco más de 40 años, laboró en oscuras oficinas.

Cuando uno recapacita sobre estos hechos y lee pasajes como el aducido, no puede menos de reprimir una íntima desazón, sea dicho elegantemente, ante la facilidad con que los poderes de la descalificación y el insulto han arraigado en nuestros medios. Creíamos que la llegada de la democracia nos libraría de aquel talante con que una distinguida pluma del régimen descalificaba a una escritora que a él no le gustaba 'y tampoco le gustaba a su marido'. Pero estábamos equivocados. Vemos cómo se aplauden zafios denuestos, cómo se corean toscos vituperios, cómo se hacen palmas al sempiterno ingenio nacional, cómo se asignan papeles de protagonistas al escarnio, la befa y la mentira. ¿Qué tiene que ver todo esto con Franz Kafka? ¿Y qué significa James Joyce malviviendo entre precariedades después de haber escrito el Ulises?¿Qué querrá decir el aislamiento de Marcel Proust olvidado de todos los salones y empeñado en una terca lucha contra el tiempo a fin de concluir su Recherche antes de que la 'extranjera' que habitaba su cerebro acabara con él como acabó? Siempre han existido, se me dirá, la maledicencia y las tertulias, la esgrima verbal y la sátira. Pero ni es Marcial el modelo del coetáneo satirizar, ni los tiempos, hostiles a la literatura, enemigos de la palabra, fascinados por imágenes y ruidos, vienen para tales vanos ejercicios, que no reparan ni en la buena opinión de las personas ni en la dignidad de la creación verbal.

Recientemente, ha sido suprimido un popular programa de televisión por estimarse iba contra el decoro. ¿Cómo no estar de acuerdo con semejante medida, al margen de los aullidos profesionales de los defensores sempiternos del libertinaje de expresión, que necesitan de esa libertad para engendrar excrementos? Sólo que la medida es incompleta pues son muchos más los programas televisivos y no televisivos que habría que suprimir en nombre del buen gusto, censura esta que Larra aplaudía. 'El buen gusto', lo sé, es expresión dieciochesca, de origen francés, un anacronismo, lo sé. Pero o se está con él o se está en contra, sin que quepan puritanismos de ninguna clase, ni casuismos jesuíticos de que no se sabe dónde termina el decoro y dónde comienza el indecoro. Se sabe, y es claro, y lo es desde hace mucho tiempo, aunque algunos se empeñen en recordarnos que estamos ya en otra edad, en que las categorías no existen y todo es leve y ligero, convirtiendo así de paso en levedad y ligereza lo que es simple y sórdido amarillismo.

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