Anorexia patriótica
Parece que la reciente y ominosa derrota de nuestro equipo nacional de fútbol en un a priori intrascendente amistoso contra Inglaterra ha tenido más fuerza que otros acontecimientos, en apariencia más importantes, para abrir un debate nacional sobre el patriotismo. Maravillas de la serendipidad.
El hecho es que tanto pensadores nacionales (Camacho, Del Bosque) como extranjeros (Cruyff) han puesto sobre el tapete la presunta vinculación entre los mediocres resultados de nuestra selección con la falta de sentimiento nacional de los españoles (y en este caso concreto, de los seleccionados) que les hace perder nervio competitivo, ilusión y bravura en la pelea. Vamos, que nuestros chicos no meten el pie aquejados de una cierta anorexia patriótica cuando llevan el nombre de España bordado en la elástica y se muestran mucho más motivados cuando pelean por sus clubes.
Por peregrino que pueda parecer el pretexto, bienvenido sea el debate. Por proponerlo en términos expandidos más allá del estricto ámbito balompédico, creo que cabría formularse tres preguntas simples: 1) ¿Estamos colectivamente aquejados de un déficit patriótico? 2) ¿Es nuestra situación buena o mala a este respecto? 3) ¿Se puede hacer algo por remediarlo? Intentaré responderlas con toda la claridad que cabe en un espacio como éste.
Para mí, la respuesta a la primera pregunta es un sí rotundo. Si se trata, además, de saber el porqué, yo diría que nuestra anorexia patriótica se basa, más que en otra cosa, en el generalizado desconcierto acerca de lo que es, a este respecto, políticamente correcto. Es decir, tiene una base más cognitiva que emocional. Dos factores alimentan ese desconcierto: uno, el temor a ver confundida cualquier expresión de patriotismo con el patrioterismo excluyente que alentaba el régimen anterior. Otro, la competencia que a esa expresión patriótica le suponen las lealtades identitarias de ámbito más reducido, es decir, los sentimientos nacionalistas que se expresan con más fuerza en las llamadas nacionalidades históricas, pero que emergen también con cierta potencia en casi todas las autonomías en que se estructura España tras la Constitución de 1978.
Además de esos elementos idiosincráticos, creo que existen otros diluyentes del patriotismo que se expresan como tendencias consecuentes a los procesos de globalización, sobre todo en el ámbito cultural. Hace unos meses, David Held, ya que hablábamos de Inglaterra, contaba cuán difícil les resulta a los adolescentes ingleses con los que hablaba dar un rasgo, o al menos una pista, acerca de la Englishness, de en qué consiste ser inglés. En cambio, eran capaces de definir la identidad americana, no sin una agria disputa sobre si la esencia americana es Nike o Coca-Cola. Así, al describir la esencia de la americanidad, evocaban los iconos más potentes de la identidad global, pero ésa es otra historia.
Volviendo a la nuestra, la segunda pregunta, la de si es bueno o malo ese déficit de patriotismo que, a mi juicio, existe entre nosotros, conduce a una respuesta sin duda aún más subjetiva que la primera. La misma depende de valores y referencias últimos que pueden ser muy distintos y tan legítimos unos como otros.
Mi perspectiva es la de aquellos que creen que aun cuando las Naciones-Estado se hallan en medio de un proceso de redefinición que desde arriba impone la globalización y desde abajo el impulso de identidades sub-nacionales, los sentimientos nacionales y el patriotismo, entendidos en un sentido no excluyente, siguen siendo cauce a cuyo través, mejor que al de cualquier alternativa, fluyen el progreso, la modernización y el bienestar colectivo. Y sobre todo, que en este marco empíricamente observamos niveles mayores de tolerancia, pluralismo y democracia que en marcos alternativos que al mismo se proponen. Hablo, claro está, de un sentimiento de identidad nacional y de patriotismo conjugables con sentimientos de identidad y de pertenencia tanto de mayor alcance (identidades supranacionales) como de menor (identidades sub-nacionales, algunas muy arraigadas y auténticas). Hablo de patriotismo integrador y de patriotismo cosmopolita.
En realidad, ésa es la identidad mayoritaria entre los españoles, cuando en las encuestas se manifiesta de forma abrumadora el predominio de los sentimientos identitarios incluyentes, es decir, el sentirse español y andaluz, madrileño, vasco o riojano y, asimismo, el sentirse español y europeo.
¿Dónde está entonces el problema?, y entro con ello también a la tercera de las preguntas que arriba planteaba. A mi juicio, en la dificultad de definir y, sobre todo, de expresar los pertinentes anclajes que tanto a nivel racional como emocional dan cuerpo a ese sentimiento o a esa identidad.
Recientemente, Jürgen Habermas (La constelación postnacional) ha desarrollado las implicaciones de su concepto de patriotismo constitucional. Es verdad que se trata de un concepto muy a la medida de la historia alemana del siglo XX, pero pienso que en lo esencial no nos vendría nada mal. Si el problema de inefabilidad de nuestro patriotismo está, por una parte, en su confusa relación con el pasado político inmediato y, por otra, en su problemática articulación con las demandas del otro patriotismo, rellenemos de referencias democráticas y de interfaces de articulación con las lealtades compartidas ese nuevo patriotismo para que pueda expresarse sin malestar.
Un patriotismo de ese género es, además de muchas otras cosas, una referencia fundamental de la cultura cívica democrática que, sin él, se queda manifiestamente coja. Un patriotismo que reconozca en España una realidad histórica y social, así como un proyecto en el que nos podemos reconocer confortablemente gentes de ideología y visiones de la existencia muy dispares. Un proyecto articulable con otros más limitados y con otros más anchos, es decir, a la vez incluyente y cosmopolita.
Dotar de emociones razonables, valga el oximoron, a ese patriotismo es una tarea que implica a los protagonistas del espacio público, pero también a la sociedad civil, a los intelectuales y al mundo de la cultura y los medios. No se trata tanto de la creación de un patriotismo de laboratorio, por lo demás imposible, sino de normalizar la expresión de unos valores y unas actitudes que la gente comparte en el fondo y reprime en la superficie. Para que, entre otras cosas, le ganemos a Inglaterra...
José Ignacio Wert es sociólogo y presidente de Demoscopia.
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