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Tribuna:ARTE Y PARTE
Tribuna
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El románico y Ramon Casas

Parece que ha menguado la tempestad provocada por las desafortunadas declaraciones de Ferrusola y Barrera. Pero quedan algunas resacas. Una de ellas es la insistencia de Barrera en la afirmación exagerada de sus despropósitos -a diferencia de Ferrusola, que se ha excusado denunciando erróneas interpretaciones a su discurso-, que pueden mancillar a un partido ya sobrecargado de episodios históricos no demasiado tranquilizadores. Otra es la mal intencionada reacción del españolismo de derechas y de izquierdas -es decir, de derechas- que con esta excusa ha inventado una falsa escenografía de xenofobia e intolerancia para denunciar unas supuestas bases antidemocráticas del catalanismo. La culminación de este fandango ha sido un artículo de Mario Vargas Llosa, Salvemos a Cataluña, una voz desde el Tercer Mundo, inefablemente pretenciosa, irracional y paternalista que quiebra cualquier diálogo y obliga a reaccionar violentamente en favor de la libertad nacional para establecer sus propias interdependencias. Un camino difícil dentro del unifuncional mapa político de la llamada democracia española, sin contar con demasiado apoyo por parte de los timoratos líderes catalanes.

Pero incluso en medio de la resaca se puede comentar algún punto de las declaraciones de Ferrusola en tono menos agrio, menos político, simplemente cultural. Si he de creer lo publicado en los periódicos, vino a decir que la inmigración masiva y descontrolada podía amenazar a algunos testimonios de nuestra identidad nacional, como las capillas románicas que quizá acabarían destruidas o convertidas en mezquitas. No voy a discutir su intención política, sino su posición cultural. Otra vez el catalanismo conservador ha dado por sentada la trascendencia histórica y cultural de nuestros modestos monumentos románicos, ignorando la globalidad cultural de Cataluña, olvidando los periodos históricos en los que cualitativamente estuvimos en la primera línea internacional. Me habría parecido más acertado referirse a Santa Maria del Mar o a la cripta de la Colonia Güell. Pero ya estamos acostumbrados a que el catalanismo tradicional, cuando quiere traquetear ciertos sentimientos populares -desde las asociaciones excursionistas hasta los minyons de muntanya, desde las formaciones corales hasta los casals y las penyes- recurra a las capillas románicas y a los ábsides recuperados por el Museo Nacional, sin considerar siquiera su nimiedad en comparación con los grandes monumentos europeos, incluidos los españoles. ¿Es que los sentimientos populares de Cataluña hay que restringirlos a lo modesto y secundario porque no nos atrevemos a elevarlos hasta escenarios culturales más potentes?

Durante una reciente visita a la exposición de Ramon Casas en el MNAC, pensé que también podíamos referir a ella este interrogante. Era curioso ver a tantos catalanes de bé y com cal orgullosos y extasiados ante la obra más perfectamente mediocre de nuestro fin de siglo. Eran los mismos que tiemblan de emoción patriótica ante las capillas románicas del Pirineo. No se puede negar que Casas fue un pintor -y sobre todo un dibujante- de extremada habilidad, incluso de completísima profesionalidad, pero hay que aceptar que, desde las referencias internacionales, fue un artista de segunda categoría, localista y conservador, con sorprendentes desigualdades, quizá consecuencia de una cierta incultura, de una grave incomunicación y, sobre todo, de una escasa adaptación a la sensibilidad visual de su época, que suele ser la única sensibilidad visual posible. En sus estancias en París no supo aprovechar las últimas consecuencias del impresionismo -nunca acabó de entender ni la luz ni el color, a diferencia de su compañero Rusiñol-, ni los aleteos de los diversos expresionismos, ni los primeros atisbos vanguardistas. Y si hay que considerar sus raíces modernistas catalanas, tampoco es tan significativo: Alexandre de Riquer, por ejemplo, le superó en la gráfica y la ilustración. Tampoco alcanzó la elegancia académica de Sargent, con el que coincidió como alumno del taller de Carolus-Duran, seguramente porque los aires de la burguesía catalana no eran tan refinados como los de la aristocracia inglesa. Fue, no obstante, el pintor socialmente aceptado hasta principios de la segunda década, cuando fue sustituido por los jóvenes noucentistes -aunque con éxitos mucho menos clamorosos- capitaneados por Joaquim Sunyer.

A pesar de todo, la exposición Casas es un acontecimiento importante y hay que felicitar a los organizadores. Ha servido para pesar mejor los valores intrínsecos de su pintura pero también para reflexionar sobre problemas más generales. ¿Por qué un casas vale hoy tantos millones en España y tan pocos en París o en Nueva York? ¿No hemos sabido exportarlo o, simplemente, sus fallos son más evidentes para los grandes connaisseurs que para nuestros coleccionistas locales menos informados? ¿Cuál ha sido el apoyo crítico a su obra? ¿Qué ambiente social le obligó a tergiversar unos primeros aciertos? ¿Seguiremos identificándonos con Casas y las capillas románicas para no tener que reconocer otros valores menos conservadores?

Oriol Bohigas es arquitecto.

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