Buenas intenciones
Cuando finalicé los estudios universitarios no sabía que mi trabajo iba a consistir día tras día en una especie de puesta en escena, sin guión previo, ante unos jóvenes espectadores. Yo actriz, actor de mi obra y además guionista: de profesión, docente.
Recuerdo la primera clase y me reconforta. Tropecé con una inesperada realidad: un alumno levantó la mano para decirme si podía ir al baño, otro anunciaba que iba demasiado rápido, y yo repetía una y otra vez el mismo nombre de la lista, sin darme cuenta de que ya lo había hecho.
Mientras, he aprendido a comunicar mi saber, a escuchar, a preguntar, he aprendido a educar en el pleno sentido de la palabra. Me atrevo a afirmar con rotundidad que cada uno de nosotros intentamos hacer arte de nuestro trabajo después de ese primer ensayo, y no pensamos aprender una cosa más: a enseñar con miedo.
La situación comienza a ser insostenible y ha desembocado en la agresión y amenaza a un compañero en su centro de trabajo. Y hacemos responsable a la Administración que discute en sus despachos acerca de una realidad educativa que desconoce por completo o ignora por completo, de hacer oídos sordos a nuestras protestas, de servirse de nuestras buenas intenciones para resolver los problemas que ella misma ha ocasionado, de olvidar la importancia de una enseñanza pública de calidad, que nosotros protagonizamos y de la que nosotros rendimos cuenta diariamente. Queremos soluciones y pensamos movilizarnos para conseguirlas. No vamos a enseñar bajo amenazas, no vamos a enseñar con miedo. La sociedad debe conocer de una vez por todas el abandono en el que nos encontramos y darnos su apoyo. No son suficientes nuestras buenas intenciones.