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Los crímenes contra la cultura no deben gozar de impunidad

Acaba de perpetrarse un crimen contra la cultura. Al destruir los Budas gigantes que, desde hace 1.500 años, velaban sobre el valle de Bamiyán, los talibán han cometido lo irreparable. Han destruido no sólo parte de la memoria afgana, sino también un excepcional testimonio del encuentro entre varias civilizaciones y un patrimonio perteneciente a la humanidad entera.

Crimen cometido fría, deliberadamente. No hay excusa, ni siquiera la de una acción militar en esta zona del Afganistán. En los últimos diez años, las grutas -pintadas por monjes- que rodeaban los Budas han sido mancilladas y estropeadas por los soldados de diferentes facciones que en ellas instalaron sus vivaques, así como armas hasta en los mismísimos pies de los Budas, rebajados a rango de escudo. En el último decenio, los Budas han constituido un blanco en varias ocasiones. Eso ya era intolerable, pero la guerra podía explicar -aunque no justificar- estas acciones. La destrucción sistemática que acaba perpetrarse de ningún modo puede beneficiarse de ese pretexto.

Este crimen contra la cultura se ha cometido en nombre de la religión. O más bien en nombre de una interpretación religiosa controvertible y controvertida. Eminentes teólogos, especialistas del Islam se han manifestado contra esta interpretación. Al ordenar, en nombre de su fe, la destrucción de obras maestras del patrimonio afgano, el mollah Omar pretende saber más acerca del Islam que todas las generaciones de musulmanes que se han sucedido en los últimos quince siglos. Más que todos esos conquistadores y dirigentes musulmanes que han evitado la destrucción de Cartago, Abú Simbel o Taxila. E incluso más que el propio profeta Mahoma, quien, en La Meca, respetó la arquitectura de la Kaaba. En realidad, con sus actos destructores, los talibán desprestigian el Islam en lugar de contribuir a su esplendor y asesinan la memoria de un pueblo, el afgano, que encontraba en su patrimonio el arraigo de su identidad y de sus valores. Lo mismo que perjudican, privándole de sus riquezas, a ese Afganistán que quieren dirigir.

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Nada pudo impedir el crimen. Nadie pudo hacer razonar a los talibán: ni el clamor de la amplia protesta internacional, ni la calidad de los emisarios religiosos u otros enviados especiales. Más allá de la pérdida ya inmensa de los Budas, es un acto sin precedentes el que acaba de producirse. Por vez primera, una autoridad central -ciertamente no reconocida- se ha arrogado el derecho de destruir un bien del patrimonio de todos. Por primera vez, la Unesco, encargada por su Constitución de preservar el patrimonio universal, se encuentra ante tal situación.

El pasado ya conoció, por supuesto, destrucciones. Ciertas decisiones han salpicado la historia de numerosos países, movimientos iconoclastas fueron devastadores en el seno de una religión, situaciones revolucionarias pudieron causar estragos y, más cerca de nosotros, la ciudad de Dubrovnik o el puente de Mostar pudieron constituir un blanco porque eran símbolos. Pero creíamos haber entrado definitivamente en una nueva era. Una era de más estima y respeto al patrimonio, un patrimonio en el que cada cual aprendía a leer los símbolos de una pertenencia a la vez común y plural.

La Unesco había contribuido a ello considerablemente trabajando en tres direcciones: la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado, con la Convención de La Haya; la lucha contra el tráfico ilícito de estos mismos bienes, con los diversos instrumentos normativos, y la promoción, desde 1972, de la idea de patrimonio universal. El éxito de la Lista del Patrimonio Mundial ilustra perfectamente la amplitud de esta conciencia, de esta nueva disposición favorable al patrimonio. Se asiste con frecuencia a verdaderas fiestas con motivo de la inscripción de un nuevo sitio en la Lista; la gente se siente hoy implicada y honrada por el reconocimiento universal de uno de sus bienes naturales o culturales.

Este interés popular por un patrimonio tanto próximo como lejano es un hecho nuevo y no es ajeno al actual proceso de mundialización. Un proceso donde cada uno se siente parte integrante de la 'aldea planetaria', al tiempo que necesita arraigo así como reconocerse en monumentos y sitios impregnados de valores y sentido. No nos equivoquemos, no sólo son las piedras las que acaban de ser destruidas, es una historia, es una cultura, o más bien los testigos del encuentro posible y fructuoso entre dos grandes civilizaciones y una lección de diálogo intercultural lo que se ha querido borrar.

De ahí que califiquemos de crimen el insensato acto de los talibán, en Bamiyán o en los museos de Afganistán, contra estatuas preislámicas. Tal regresión cultural no debe permitirse. Este crimen requiere un nuevo tipo de sanciones. Hace pocos días, el Tribunal Penal Internacional para ex Yugoslavia ha indicado el ejemplo incluyendo en sus 16 cargos, la destrucción de monumentos durante el ataque, en 1991, contra el puerto histórico de Dubrovnik, en Croacia.

La comunidad internacional no debe resignarse tolerando crímenes contra los bienes culturales. Frente al acto, aislado mas de gran peligro, de los talibán, la Unesco tomará las medidas apropiadas. En particular para luchar contra el tráfico de bienes afganos, que desgraciadamente va a reforzarse, y para salvar el resto del patrimonio -preislámico o islámico- de este país, y también para plantearse, en el marco del Comité del Patrimonio Mundial, un refuerzo de las protecciones. La comunidad internacional ha perdido los Budas de Bamiyán, pero no debe perder nada más.

Koichiro Matsuura es director general de la Unesco.

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