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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El pretexto

Con el pretexto de que en algunos parlamentos autónomos los socialistas han dado vía libre por acción u omisión a la decisión de recurrir la Ley de Extranjería ante el Tribunal Constitucional, el Gobierno ha dado marcha atrás en su inicial predisposición a negociar el pacto sobre la inmigración que le proponía el PSOE. Se trata de una ruptura que contribuirá a hacer todavía más amplia la brecha política abierta por la Ley de Extranjería. Las implicaciones de legalidad constitucional que pueda tener esta ley, que bastantes expertos consideran fundadas, no deberían ser un obstáculo para articular un pacto político sobre la inmigración que sirva de referente a los sucesivos Gobiernos en los próximos años.

El Gobierno debería tomar nota de su propia experencia para actuar con más coherencia y sentido político. Como se ha visto con la votación contraria al Plan Hidrológico Nacional por parte de CiU en el Parlament de Cataluña, no está en sus manos bloquear iniciativas institucionales que pueden disgustarle, pero que no le competen, incluso si parten de fuerzas políticas próximas. Tampoco se puede pedir al PSOE que interfiera en decisiones que, aunque tomadas por organizaciones propias, no responden a una estricta lógica partidaria, sino a la propia de la institución que las adopta. No saber distinguir los diversos planos institucionales puede llevar al PP y al PSOE a absurdos equívocos que dificulten su aproximación en asuntos que, por su naturaleza e importancia, afectan al conjunto del Estado. La inmigración es uno de ellos.

Las dificultades que está encontrando en la aplicación de su Ley de Extranjería deberían llevar al Gobierno a desistir de su empeño en seguir marcando el paso en solitario en un asunto que atañe a toda la sociedad y en el que se ha visto desbordado. Así ha ocurrido con la extravagante decisión de obligar a los ecuatorianos sin papeles a regresar a su país de origen para regularizar sus visados. Al final se ha visto obligado a rectificar a la luz del coste económico y de las dificultades logísticas que planteaba la operación. No estaría mal que el Gobierno empezara a hacer alguna autocrítica sobre su comportamiento en el proceso de elaboración de la Ley de Extranjería, primero, con su espantada en la tramitación de la anterior ley en el Senado tras haberle otorgado su beneplácito en el Congreso, y después, con su proclamado propósito de hacer una ley nueva en las antípodas de la anterior. Gracias a ello, los españoles ven hoy la inmigración con más suspicacia que antes.

Los datos que día tras día destapan nuevos y lacerantes casos de explotación han levantado voces de alarma en muy diversos frentes. La Iglesia católica ha hecho público un documento que ha escocido al Gobierno, extremadamente sensible a las críticas de una jerarquía eclesiástica a la que querría más alineada con sus postulados. Más allá del debate sobre el derecho que asiste a los obispos a determinados pronunciamientos propios de la sociedad civil, lo cierto es que la inmigración es un asunto que no es ajeno a nadie y que los puntos de vista expresados por la Conferencia Episcopal son compartidos por amplios sectores de la ciudadanía.

La actual Ley de Extranjería tiene carencias que afectan a derechos básicos del inmigrante y plantea serios problemas en su aplicación. Es hija de una contrarreforma legal y del disenso político, mal que le pese a Aznar, empeñado en presentarla como 'la más abierta y completa de Europa'. Ayer se lo recordaron al Gobierno en Madrid varios miles de inmigrantes llegados de diversas zonas de España para protestar contra su ley. Si se obstina en no querer ver lo que muchos denuncian, incluso desde su vecindad ideológica, se esfumará la posibilidad de una política pactada en una materia que exige un gran acuerdo nacional y tampoco impedirá que la ley pase por la criba del Tribunal Constitucional.

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