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LA CRÓNICA
Columna
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Bistec de canguro

La penúltima vez que comí bistec de canguro fue hace un par de años en Alice Springs, una población perdida en medio de la nada en el centro de Australia. Fue en un tugurio de puertas batientes en plan saloon en el que a nadie le habría extrañado que apareciera de pronto la silueta de un pistolero patizambo que, sin mediar palabra, vaciara el cargador sobre los clientes. En las paredes se exhibía unos cuantos cráneos de res, y una serpiente venenosa dormitaba en una pecera. Recuerdo que un camarero me riñó porque dejaba las cáscaras de cacahuetes en un montoncito sobre el mantel y no las tiraba al suelo, 'como todo el mundo'. Fue una inolvidable lección de urbanidad. Acodados en la barra, fornidos camioneros bebían cerveza mientras hablaban de los centenares de kilómetros que les separaban de la costa y maldecían a los canguros que se cruzaban en su camino.

Desde que a las vacas les dio por el pendoneo y la locura, han aparecido en los menús de toda España platos tan originales como el bistec de canguro

Conviene advertir que conducir un camión en Australia tiene unas connotaciones especiales: les llaman road-trains, pueden tener hasta cinco remolques y van equipados con unos aparatosos parachoques que les dan un amenazador aspecto militar. Cuando los adelantas, en una de esas rectas que pueden tener hasta 400 kilómetros, parece que no acaben nunca. Son algo así como la eternidad hecha camión. Por la noche, cuando baja la temperatura y los canguros acuden al asfalto atraídos por el calor, los camiones los deslumbran con sus faros y los animales se quedan paralizados en la carretera hasta que se produce el impacto fatal. Al día siguiente, cuando amanece, el asfalto está tapizado con restos de centenares de canguros. No puede decirse que sea una visión muy agradable.

Pensaba que tardaría años en volver a comer canguro, pero no hace muchos días repetí la experiencia en un restaurante de Barcelona. Y es que desde que a las vacas les dio por el pendoneo y la locura, han aparecido en los menús de toda España platos tan originales como el bistec de canguro, la hamburguesa de avestruz o el chuletón de potro. El exotismo en casa. Al paso que vamos, los restaurantes de Barcelona no tendrán nada que envidiar al famoso Carnivore de Nairobi, donde puedes zamparte carne de cebra, de jirafa o de cocodrilo en un genuino ambiente africano, con camareros masai y centenares de turistas desgañitándose mientras hablan de los muchos leones, elefantes o jirafas que han conseguido cazar con sus cámaras.

La otra noche, mientras comía carne de canguro en Barcelona, recordé el comentario de un amigo australiano: 'Para vosotros, los europeos, los canguros son unos animales simpáticos, pero para nosotros son una epidemia. En Australia hay 19 millones de australianos y 40 millones de canguros. Está claro que hay demasiados canguros'. Lo decía en un tono que cualquiera diría que estaba pensando en montar un Auschwitz para canguros, pero me imagino que ahora mi amigo debe de estar contento, ya que la globalización gastronómica ha acudido en su ayuda, y lo que hasta hace poco era tan sólo carne digna de ser exhibida en un zoológico, ahora nos la encontramos en un plato junto a unas cuantas patatas o verduras. Sorpresas que da la vida.

En medio de tanta desazón alimentaria, intenté encontrar un consuelo en la alta gastronomía y me zambullí en la lectura de Confesiones de un chef, de Anthony Bourdain (RBA Libros). El título parecía en principio de lo más digno. Es más, sólo con leer la palabra chef uno ya imagina cocineros impolutos, clientela estirada y maîtres que hacen reverencias como si tuvieran una bisagra en la base de la espalda. En la solapa del libro se indicaba que Bourdain es cocinero de la Brasserie Les Halles de Nueva York, lo que supone pedigrí del bueno. La lectura, sin embargo, me reveló que hay un mundo insospechado más allá de las puertas que separan el restaurante de la cocina. Para decirlo con una frase del Sunday Times, ese libro 'es más terrorífico que una novela de Stephen King'. Hasta ahora, los libros de cocina solían ser obras respetables en las que se hablaba de la gastronomía como si fuera una liturgia y en las que a menudo se incluían fotos impecables de platos vestidos de gala, con cuatro pedazos de carne de distribución estudiada, un par de rábanos para dar color y un reguero de salsa adornándolo todo. Nada fuera de lugar. Sin embargo, lo que hace Bourdain en su libro es mostrarnos con humor lo que hay más allá de esa imagen. Bourdain no habla de platos perfectos, sino de cocineros borrachos y / o drogados, pinches sucios y alimentos no siempre fiables. Comparado con eso, lo de las vacas locas es cosa de niños.

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Explica Bourdain que las cocinas de los restaurantes son, a menudo, un infierno en el que el calor es tan agobiante que el sudor es lo que más abunda. Escribe: 'Cuando al terminar el turno nos cambiábamos de ropa en los vestuarios fétidos y contaminados, ofrecíamos un espectáculo horripilante de curiosidades dermatológicas: furúnculos, granos, pelos encarnados, erupciones, ampollas, lesiones y piel putrefacta de una gravedad y variedad que sólo esperas ver en la jungla'. Todo un contraste con la habitual imagen de limpieza que nos ofrecen los reportajes de restaurantes de lujo.

Confesiones de un chef es un documento excelente, un testimonio de primera mano que abre una nueva perspectiva sobre el selecto mundo de la gastronomía. Pasas un buen rato leyendo el libro, pero el problema es que, después de hacerlo, uno ya no puede acudir a un restaurante con la inocencia de antes, con esa fe de cuando la gastronomía era una elevada liturgia oficiada por altos sacerdotes disfrazados de cocineros. Después de leer este libro, los restaurantes son otra cosa, sobre todo en estos tiempos de vacas locas que nos ha tocado vivir, cuando el bistec de canguro se ha escapado de los tugurios de Alice Springs y nos está esperando en un plato de diseño.

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