Madrid y Barcelona, en el espejo
La escaramuza retórico-dialéctica que, sobre el eterno tema de Madrid y Barcelona, han desarrollado en EL PAÍS Pasqual Maragall, aspirante a la Generalitat, y Alberto Ruiz-Gallardón, presidente de la autonomía madrileña, ha tenido por ahora poca repercusión pero, incluso en eso, ha resultado sugerente respecto al extraño momento que vivimos. ¿Es posible que ya no nos interese comparar a Madrid y Barcelona? ¿Tanto hemos madurado unos y otros o es que tenemos asuntos más urgentes en los que pensar? Sería una lástima que ese eterno entretenimiento -el juego de espejos Barcelona-Madrid- estuviera también en decadencia, pero, quizá, lo que ha ocurrido es que, tanto desde Madrid como desde Barcelona se da por segura la inutilidad de la polémica y hasta del juego: ahora mismo Madrid gana, Barcelona pierde. ¿O no es así?
Maragall vino a reprochar a ese Madrid unívoco, heredero de todos los tópicos, que ya no le interesaba España ni mirarse en Barcelona porque ahora la capital se mide con Miami y otras macrociudades de la globalidad; lo cual era casi tanto como reconocer el cosmopolitismo madrileño. Ruiz-Gallardón, por su parte, aseguraba que Madrid no se va (de España), sino que se queda como gran madre integradora de la pluralidad, y daba a entender que eso es de lo que presume Barcelona y no da la talla. Maragall acusaba a Madrid de excluyente y ensimismada en el poder global, mientras Ruiz-Gallardón replicaba, ayudado por las palabras de Marta Ferrusola y Heribert Barrera, que son los catalanes quienes tienen problemas de xenofobia y pequeñez provinciana. Éstos fueron los mensajes que me llegaron de ambas posturas.
Claro que habría otras muchas consideraciones que hacer. Por ejemplo, parece evidente que, con unas palabras cuidadas y un estilo moderadamente alambicado, Ruiz-Gallardón, al tiempo que explicaba lo fantástico que está Madrid, no perdía oportunidad de dar una buena coz a Jordi Pujol en el culo de Maragall. Con lo cual no sólo mataba dos pájaros de un tiro, sino que daba testimonio de las maravillas que el PP puede hacer en el supermercado de ideas, tópicos y disfraces.
Creer a Ruiz-Gallardón significa conceder que Madrid ha dejado de ser centralista y se ha convertido en un perfecto melting pot cultural en el que ya no cuentan ni la concentración de poder político, económico o mediático ni los decretos leyes. Creer a Ruiz-Gallardón es ignorar que el modelo Madrid -con su corte de los milagros, su burocracia, sus intrigas políticas, sus validos y hasta con su jet set- es el que ha dado forma nada menos que a 16 capitales autonómicas españolas, convertidas hoy en pequeños Madrid que, por supuesto, ven al Madrid real como el gran obstáculo que vencer. Creer a Ruiz-Gallardón implicaría pensar que el Madrid actual, votante del PP, es lo más moderno, avanzado y progresista, mientras que Barcelona, votante socialista, inmersa en un territorio de clara tendencia nacionalista, aparecería como paradigma de lo carca. Nada más aznariano en el juego de imágenes y en la alquimia de las propagandas.
La verdad es que desde que Maragall ganó el voto popular en las elecciones autonómicas y Aznar sacó, en las generales, mayoría absoluta, los barceloneses supimos con certeza que íbamos a tener problemas. De alguna manera habría que pagar ser la única ciudad española que tiene alcaldes socialistas desde 1979. Pero eso no es más que un estúpido consuelo para el consumo interno. Si bien es también un dato para la realidad el hecho de que esta sea una extraña ciudad coherente, políticamente hablando, claro. Ser tan coherente hoy es un rasgo que imprime carácter, pero también significa correr el riesgo de que basándose en esa coherencia nos cuelen cualquier cosa, de lo cual también tenemos experiencia. ¡Ha habido tanta gente que ha querido solucionarnos la vida desde Madrid, pero también desde Barcelona! Hay, pues, que agradecer a Maragall y a Ruiz-Gallardón que nos lo hayan recordado una vez más. Larga vida, por tanto, al juego de espejos.
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