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Columna
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Ambulatorios

Así se llamaban antes; ahora son centros de salud, quizá lo único nuevo en una estructura sanitaria anquilosada, que funciona por inercia y donde los usuarios de la Seguridad Social van, generalmente, a recoger recetas y a quejarse de su estado, en horas convenidas. Creo, con sinceridad, que cumplen un cometido filantrópico, con escasez de recursos, en medio de una encastillada desorganización. No hay periodo electoral en el que la práctica totalidad de las fuerzas políticas omita un recuerdo a la reforma de la sanidad española. Como al parecer ocurre con otras promesas, se apresuran a dejarla en el apartado de los asuntos pendientes y, si quieren que les diga mi opinión, ahí quedará el problema por mucho tiempo.

Comparada con la asistencia de hace 40 años, la diferencia es la que puede ir entre la situación en una república africana, o un territorio de la India sacudido por el terremoto, y los cuidados que reciben los ciudadanos suecos o daneses. Esparcir por la ciudad estos centros ha sido un acierto y un alivio, que no evoluciona como cabría esperar. Percibimos la sensibilidad de los beneficiarios de la Seguridad Social en esos lugares, donde la gente, por un instinto perfeccionado, tiende a la mejor calidad. Eso se ve al ser discrecional la elección del médico y no distribuida con arreglo al criterio de la Administración. El facultativo acertado tiene siempre la consulta llena, las horas de visita cubiertas y la estimación asegurada. Lo que ocurre es que esa selección natural no franquea la práctica cotidiana, ni estimula la mejor distribución del trabajo.

Aunque parezca deshumanizada y lejana, la simbiosis entre el enfermo y el médico se produce o intenta cuajar. Cuando arrastramos el cuerpo hasta el dispensario o el hospital, la presencia de la bata blanca -o del color que fuere- acorta el trámite de nuestros padecimientos. El viejo médico de cabecera -nombre sustituido por imperio mimético de una serie televisiva- es ahora de familia, y compruebo que mantiene esa rienda consoladora entre el brujo y el creyente.

No se encuentra a nivel de la información pública, ni parece llamar la atención de los cerebros ejecutivos, la provisión de las plazas que se producen por fallecimiento, jubilación u otras causas, en los cuadros médicos. Al parecer, desde hace más de doce años apenas se han convocado en dos o tres ocasiones y la consecuencia se refleja en los inconvenientes que traen las suplencias y las interinidades. Una plaza en propiedad, si vamos al fondo, sólo significa que ha sido ganada por el más tenaz y afortunado en las oposiciones, no siempre por el más idóneo y mejor dotado. Ello produce un efecto interesante entre los pacientes, cuya capacidad de elección se ve confinada a elegir entre apellidos que poco dicen de la maestría del nuevo encargado de un servicio.

El desarrollo de la vida administrativa suele estar embozado en celajes espesos, que tienen consecuencias importantes para la sociedad. En este caso concreto, aparece poco definido el ritmo de los indispensables concursos u oposiciones para nutrir las plazas en los centros de salud o en los hospitales, cuando debería ser perfectamente previsible. Quizás haya razones que la razón común no alcanza, pero algo hemos oído de la morosidad en las convocatorias, las oscuras impugnaciones, los contratos en precario y las titularidades cuyo desempeño debería estar sujeto a plazos temporales y reguladas amortizaciones.

El problema sólo podemos verlo desde la atalaya del usuario, que disfruta de una nominal libertad de elección, pero no sabe, a ciencia cierta, si el sucesor de su doctor o doctora le atenderá, le conocerá y le interpretará durante los próximos meses, años, o si recibirá una comunicación dando cuenta somera de que el médico habitual cesa en plazo corto y perentorio. Le viene asignado otro y, como decimos, es libre de escoger entre el cuadro ofrecido, no siempre a la hora conveniente o habitual. Ni siquiera por la edad puede deducirse la competencia del sustituto, y el afiliado carece de garantías, ni tiene por qué conocer las capacidades específicas del nuevo galeno. Quizá en el mundo profesional el asunto esté claro, pero dista de serlo entre los forzosos usuarios.

Una situación al menos poco diáfana. Personalmente me siento satisfecho con mi condición de enfermo crónico, que creo desempeñar con razonable competencia. Pero no me acaba de convencer la incertidumbre acerca de lo que pueda haber al otro lado de la mesa.

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