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Reportaje:

La nueva revolución irlandesa

El milagro económico del 'tigre celta' saca a la luz los problemas del desarrollo sin servicios públicos

'Tenemos más dinero que nunca pero nos estamos volviendo más impersonales que nunca. Ahora hay jóvenes que abandonan los estudios para trabajar de cajeras en un supermercado cuando en mi época apostábamos sobre cuál de nosotros sería el primero en encontrar trabajo. La tentación del dinero es muy fuerte', dice Mary O'Clery, de 33 años, que trabaja en una agencia de publicidad en Dublín. Y es que la nueva Irlanda echa humo. En la madrugada del pasado viernes miles de jóvenes abarrotaban calles y pubs, hacían cola en los cajeros automáticos o se disponían a dormir a la intemperie a la espera de que por la mañana se pusieran a la venta las entradas para el concierto que el grupo U2 y su líder, Bono, el auténtico nuevo héroe local, tiene previsto dar... ¡a finales de agosto!

El espectacular milagro económico de la República de Irlanda, con un crecimiento anual de casi el 9% desde 1996, ha dejado atrás definitivamente los tiempos de infinita pobreza y agonía de Las cenizas de Angela, el bestseller mundial de Frank McCourt. Las cenizas de ayer se han convertido hoy en llamaradas. Irlanda ha dejado de ser un país de emigrantes para empezar a serlo de inmigrantes, los cibercafés abundan en los callejones más típicos de Dublín y el nacionalcatolicismo se bate en retirada ante el ímpetu de una nueva sociedad laica.

Pero las tensiones del crecimiento crean fuertes contradicciones. Dublín se ha convertido en una ciudad-Estado con más de un millón de habitantes -casi la tercera parte de la población del país-, pero su infraestructura de transportes es completamente insuficiente, el precio de la vivienda está por las nubes y hay gente que ha dejado de ir a misa pero que aún respeta la cuaresma.

El primer aviso sobre los riesgos de la movida irlandesa lo dio a mediados del mes pasado el Ecofin (los ministros de Economía y Finanzas de la Unión Europea), que censuró el presupuesto expansivo presentado por el Gobierno de Dublín por temor a un recalentamiento de su economía, cuando el país sufre ya una inflación superior al 6%. El último llegó el pasado miércoles, cuando la Comisión Europea recomendó a Irlanda posponer algunos proyectos de obras públicas contemplados en el Plan Nacional de Desarrollo, que prevé una inversión en infraestructuras de 40.000 millones de libras (8,4 billones de pesetas) en los próximos cinco años.

Pero la construcción y mejora de carreteras y del transporte público es una prioridad para la mayoría de los irlandeses. El parque de coches privados ha pasado de 55.000 vehículos en 1987 a más de 230.000 en la actualidad, y los atascos en Dublín y en lo que empiezan a parecer ciudades dormitorio de sus afueras no tienen nada que envidiar a los de Madrid. 'La gente se levanta a las seis de la mañana para no coger caravana y luego se queda durmiendo una hora en su coche hasta que entran en las oficinas a las nueve. Si sales media hora más tarde, tardas el doble', dice Mary. La capital sólo cuenta con el entrañable y destartalado DART, un tren de superficie que hace las veces de metro, y la isla sólo dispone de tres líneas férreas, hacia Belfast al norte, Galway al oeste, y Cork al sur.

La vivienda es otro de los grandes problemas de la nueva Irlanda. Una casa en las afueras de cuatro habitaciones y una shower room, que no es precisamente lo mismo que un cuarto de baño, se vende por más de 60 millones de pesetas y se considera barato compartir una habitación con otros estudiantes en el centro de Dublín si pagas 55 libras a la semana (unas 12.000 pesetas). 'Es una pasada', dice Ángela, una granadina de 23 años que estudia inglés en el Trinity College y paga 60.000 pesetas al mes con habitación propia pero compartiendo casa con otras cuatro chicas a una hora en autobús del centro.

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Sin embargo, la nueva revolución es un hecho y donde más claramente se ve es en la emigración. Los irlandeses han dejado de emigrar por primera vez desde que la hambruna desangró al país hace 150 años e incluso las nuevas ofertas de trabajo están haciendo volver a muchos de la diáspora, a esos 70 millones de personas de ascendencia irlandesa que se reparten por el mundo.

Es más, El Dorado celta ha atraído en los últimos años a buen número de surafricanos blancos y de inmigrantes rumanos y de otras partes del Este de Europa. Pero las contradicciones del crecimiento acelerado se notan. 'Es paradójico en un país como el nuestro, pero empiezo a ver comportamientos xenófobos y racistas hacia los extranjeros pobres', comenta Dermot Waugh, profesor en un instituto en el condado de Kerry, al suroeste del país.

Irlanda afronta el nuevo siglo bien preparada para la globalización -hay cabinas de acceso a Internet hasta en los pubs más tradicionales y los teléfonos móviles son más que una fiebre-, pero nuevos problemas se ciernen sobre el horizonte: desde la contaminación a la xenofobia, desde la exclusión social a la corrupción política derivada del proceso de privatizaciones. De momento, la fiesta continúa.

Referéndum sobre Niza

Mientras tanto, el Gobierno de Dublín ha anunciado que celebrará, como ha hecho con anteriores tratados, un referéndum antes del verano sobre el tratado de Niza, y nadie duda que será ratificado. Las amonestaciones de Bruselas han herido el orgullo del llamado tigre celta y enfriado un tanto el entusiasmo por la UE, pero no demasiado. Irlanda mantiene aún uno de los niveles más altos de opinión pública favorable a la construcción europea de los Quince (86% de apoyo, según el último Eurobarómetro).

Razones para esa euforia europea no faltan. Las subvenciones de la UE y las multimillonarias inversiones norteamericanas en la última década han sido decisivas para el gran salto adelante de Irlanda y, lo que es más importante, su participación en el proyecto europeo ha servido para afirmar su viabilidad como país y su verdadera independencia económica del Reino Unido.

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