Entre el fascismo y la libertad
El autor considera que sólo un Gobierno vasco que legitime el Estado de derecho y la Constitución podrá acabar con ETA
La pregunta que con insistencia me repiten los periodistas es con quién va a pactar el PSE tras las elecciones en Euskadi del 13 de mayo, como si ya supiéramos todos de antemano los resultados que se van a producir. Es cierto que es una cuestión de interés, pero debiéramos esperar a conocerlos. Desde mi punto de vista, lo importante para la ciudadanía son las premisas que estamos planteando los socialistas vascos ante esta campaña, que pasan por la configuración de un Gobierno constitucional y estatutario, firme contra el fascismo, dialogante con las formaciones democráticas y que ponga todas sus energías en acabar con ETA y la intolerancia. La pretensión más importante, ante la situación de degeneración política que sufre el País Vasco, es que el futuro Gobierno sea constitucional y, consecuentemente, estatutario.
Hay que defender la libertad con la ley, salvo que se desee balcanizar Euskadi
En esta cuestión no debieran existir dudas, puesto que en la situación de fascismo que padecemos los vascos la lucha por la libertad se concreta, como en cualquier país moderno, en la defensa de la Constitución. Ya conocían bien este referente nuestros antepasados, los milicianos constitucionalistas de Bilbao, que, al defenderse en el sitio de su ciudad por el absolutismo, se llamaban a sí mismos 'voluntarios de la libertad'. Si algo tuvimos claro los socialistas fue la necesidad de una Constitución para España y un régimen autonómico para sus nacionalidades y regiones, que permitiera la convivencia libre de una ciudadanía aplastada secularmente por el tradicionalismo y el fascismo. Sería una irresponsabilidad imperdonable que, por fobia al PP, el legado más importante de la izquierda -del PCE y del PSOE-, una Constitución avanzada y los estatutos de autonomía que tantos años de lucha y sacrificio supusieron, fueran cedidos a una derecha que llegó tarde a ellos, cuando descubrió el centro. Tampoco somos unos noveles en nuestro comportamiento antifascista, lo fuimos ante la rebelión de 1936 y durante la dictadura, y ahora nos oponemos con la misma conciencia y compromiso ante el fascismo vasco de nuevo cuño. Toda España se juega la democracia en Euskadi.
Hay quienes ante esta situación -más de un millar de personas con escolta por las amenazas de ETA, muchas más extorsionadas económicamente, el temor palpable en la calle- consideran que la salida está en el 'diálogo' con los que promueven tanta opresión, en modificaciones legales, en cesiones de todo tipo que, como la experiencia demuestra, acaban afectando a todo ámbito de libertad, hasta al más doméstico. Pero es que estas personas no recuerdan, no son conscientes, de que el fascismo no existe ni se desarrolla sin la actitud dialogante, si no colaboracionista, de gentes en ocasiones bienintencionadas. El fascismo no es el resultado exclusivo de un grupo radicalizado y minoritario, eso puede ser terrorismo; el fascismo se extiende mucho más, como una balsa de aceite, cuando el temor, el miedo, el enclaustramiento de la libertad trasciende a toda la sociedad a través de grupos sociales, religiosos, políticos y hasta elementos en el poder. Los dialogantes sin exclusiones ni límites, los que encuentran y, de paso, justifican las causas del terrorismo con demasiada facilidad, los que esperan convertir a muchos vascos en alemanes en Mallorca, son la plataforma necesaria para que el fascismo esté ya entre nosotros. La fórmula ha sido la de siempre, un nacionalismo de fuerte carácter tradicionalista que abre las puertas y se encuentra con otro radical, violento y de apariencia izquierdista.
La actitud irresponsable de las instituciones autonómicas durante este bienio negro ha posibilitado el imperio del miedo en la sociedad vasca. Esa exquisita equidistancia entre los asesinos y los que ponen los muertos a través de su único discurso del diálogo, que solapa la reivindicación de secesión, ha sido un factor determinante para alcanzar esta situación fascista. Tenemos un nacionalismo que no ha querido defender la democracia y la libertad que se materializan en la Constitución y en el Estatuto; ha rechazado ambos y cree que clamando por el diálogo con los terroristas, con la secesión como condición para ese diálogo, se justifica su condición de partido gobernante.
No es ésa la función de un Gobierno en un sistema democrático. Se empieza con la equidistancia dialogante y se termina en esa empanada mental que se nota en los mandos de la Ertzaintza cuando los demócratas plantamos cara a los fascistas. Tanto en San Sebastián, en la manifestación de repulsa por el atentado al ex consejero José Ramón Recalde, como en Bilbao, en la defensa pacifica de una casa del pueblo frente a una manifestación de fundamentalistas del euskera legalizada por la Consejería de Interior, los represaliados son los demócratas, o por lo menos se nos sugiere que dejemos la calle a los otros. Cuando los manifestantes gritan 'Gora ETA' o llevan pancartas en las que nos llaman asesinos (y llamarnos 'asesinos de la lengua' es llamar asesino, como llamarles tontos del culo es llamarles tontos) no ejercen la libertad de expresión, sino que cometen un delito de amenazas. El que desee dejarse seducir por la lucha contra el poder establecido, en muchas ocasiones arbitrario y despótico, descubrirá que en Euskadi los insumisos, los luchadores, los clandestinos, como diría Mario Onaindía, somos los constitucionalistas.
En la convocatoria de manifestación para este sábado propuesta por Ibarretxe, para 'apelar directamente a la sociedad', se pueden apreciar los motivos que ha alimentado la sensación de indefensión y desamparo que sufre la ciudadanía vasca: 'para reivindicar la vida frente a la muerte, la palabra frente a la espada, el diálogo frente a la incomunicación'. Acusa de no dialogantes a los que están sufriendo los asesinatos en plena espiral de atentados, a los que portan los féretros. Pero, sobre todo, no es capaz de observar que si la palabra, que siempre se debe de priorizar, no es suficiente, el que tiene la espada legítimamente otorgada es él, el lehendakari (esta vez sí en tercera persona), que tiene la obligación de defender a los ciudadanos y el orden legalmente establecido. Por eso, tuvo que ser el rector de la Universidad del País Vasco, tras el fallido atentado en el campus de Leioa, el que reclamara al lehendakari que dijera de una vez que iba a detener a los terroristas, que no se quedara en la condena asustadiza de siempre.
Sin embargo, Ibarretxe no es un ente aislado, gobierna en coherencia con los planteamientos políticos e ideológicos que su partido ha desenterrado tras el pacto de Lizarra. Planteamientos refractarios con los democráticos y cada vez más sustanciados en un nacionalismo tradicionalista preliberal, ajeno a ésta o a cualquier otra constitución, aunque sea la de la Euskal Herria independiente que fabulan, que no podrá tener constitución ninguna, convirtiéndose en trampolín propiciatorio del totalitarismo que ya avisa en ese 'un concejal, un voto' de Udalbiltza o en la continua preocupación por quién vota o quién no vota en el futuro referéndum.
La libertad no se defiende en abstracto en una sociedad moderna, se defiende en referencia a su Constitución, nunca en referencia a los intereses del propio partido, porque ello aboca indefectiblemente en totalitarismo. Tampoco se defiende sólo con el diálogo y la palabra cuando el de enfrente mata y aterroriza; hay que defenderla con los instrumentos legales, salvo que se desee balcanizar Euskadi, que es lo que de una manera poco consciente está haciendo el PNV desde Lizarra, favoreciendo el camino de los que conscientemente lo desean. La libertad no se defiende debilitando el referente constitucional ni el Estado, porque sólo favorecen los objetivos de los que quieren subvertir la democracia. El que coloca muertos inocentes sobre el escenario, justificándolo por creer en destinos históricos irrenunciables y en derechos colectivos enfrentados a los del ciudadano, no se desmoviliza, sino todo lo contrario, con reformas constitucionales. Se equivocan los que con el diálogo, la modificación constitucional o la cesión creen poder parar la espiral de violencia. Por el contrario, la van a institucionalizar.
Sólo desde un patriotismo democrático, estatutario, se puede poner fin en Euskadi a esta situación que se repite fecha tras fecha. Un Gobierno que ponga fin a los devaneos acráticos, y absolutistas a la vez, del PNV, que legitime el Estado de derecho y la Constitución, y que, por lo tanto, defienda la libertad de sus ciudadanos, pondrá fin a ETA. Lo que viene no son unas elecciones normales.
Y, por favor, no me pregunten más con quién vamos a pactar el Gobierno.
Nicolás Redondo es secretario general del Partido Socialista de Euskadi.
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