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Tribuna
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Por si acaso, diga la verdad

Entiendo que para muchas personas su imagen en la opinión pública es de vital importancia. Y entiendo que se esfuercen por mantenerla siempre intacta. Y entiendo también que, a veces, tengan la tentación de mentir o, por decirlo de una manera 'políticamente correcta', de manipular un poco la verdad, para que esa imagen no sufra. Ya ven que por falta de comprensión por mi parte no quedará.

Pero ése es un gran error. Tanto si se trata del uranio empobrecido, como de las vacas locas, o de las descalificaciones a los inmigrantes, o de tantos otros casos, la verdad es siempre la mejor solución. Los argumentos contrarios -'no se sabrá', 'nadie se dará cuenta', 'si trasciende, ya lo arreglaremos', etcétera- nunca salen bien. Pero, ¿por qué es tan difícil decir la verdad?

Decir la verdad puede resultar de suma utilidad ante un conflicto. Un ejemplo para meditar sobre ello

Déjenme que les presente una historia, que oí contar hace años a uno de sus protagonistas, un alto cargo de Electricité de France, en un congreso de ética que se celebró en el IESE. Se había incendiado un transformador en Reims. En esas instalaciones, las altas temperaturas pueden dar lugar al desprendimiento de subproductos tóxicos, específicamente dioxinas. Los expertos no acababan de pronunciarse sobre si esos subproductos se desprenden o no. Quizá por ello la empresa preparó una declaración a los medios de comunicación cuidadosamente elaborada (se midieron todas las palabras), con un poco de retraso (había que recoger mucha información), con algunas contradicciones (los expertos no acababan de ponerse de acuerdo) y con un lenguaje científico.

La consecuencia de esa nota fue un duro ataque de la prensa, a lo largo de varios días. Y Electricité de France aprendió. En el futuro, decidieron actuar siempre de acuerdo con las siguientes reglas: 1) dar la información inmediatamente, explicando que, si no se pueden dar más detalles, ello se debe a la premura del tiempo; 2) admitir inmediatamente todos los errores, en particular los errores sobre la información dada antes; 3) arriesgarse a decir más de lo que parece prudente, y 4) aceptar todas las responsabilidades, sin descargarlas en otros, o en la mala suerte. Es decir, no entrar en el juego de buscar un chivo expiatorio.

A los pocos días ocurrió otro incendio en Lyón, probablemente más grave, por sus consecuencias, que el de Reims. La empresa aplicó los principios anteriores al pie de la letra. La noticia dejó de interesar pronto a la prensa y, paradójicamente, la imagen de la empresa salió fortalecida de ese accidente. Y es lógico que sea así, porque un error reconocido deja de ser noticia en muy poco tiempo.

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Pero entonces, ¿por qué es tan difícil decir siempre la verdad? Probablemente, porque nos cuesta mucho reconocer nuestros errores. La humildad no tiene buena prensa.

Pero lo que me parece más importante es que los intentos de ocultar la verdad, de deformarla, o de ir con rodeos, son muestra de mala calidad de dirección de una organización, sea un gobierno o un ministerio, una empresa, una ONG o lo que sea. En definitiva, decir siempre la verdad exige una estrategia premeditada y aplicada sin concesiones. Y ésta es la mejor manera de que los errores no constituyan debilidades de nuestra estrategia: más aún, que se conviertan en fortalezas.

'Bueno, bueno', me dice algún lector. 'Vas con el lirio en la mano. ¿No te das cuenta de cómo es el mundo en que vivimos?'.

Me parece que sí que me doy cuenta. Mi tesis es que, cuando uno empieza negando los errores, disimulándolos, escondiéndolos o echando la culpa a otros, está cerrando los ojos a un aspecto de la realidad, que es importante para su tarea como directivo (de empresa, de partido, de gobierno o de lo que sea). Se está empeñando en que la realidad sea diferente. Y, si se lo propone, acabará creyéndoselo.

Los demás -dirá- actúan de mala fe, van a por él, no le entienden, le maltratan... Una vez que una persona ha entrado por esa vía, es muy difícil convencerle de lo contrario. Y puede multiplicar los errores, precisamente porque está dirigiendo mal: faltará a la justicia, al echar las culpas a otros; desanimará a su equipo, al involucrarlos en sus propios errores; intentará quizá chantajear a los medios de comunicación, o sobornarlos...

Una vez me dieron un criterio, para juzgar la ética de las actuaciones: todo lo que no puedas contar a tus hijos cuando llegues por la noche a casa, mejor no lo hagas. Luz y taquígrafos ha sido siempre un buen consejo. Pero hay que tener muy en cuenta que, cuando se opta por la transparencia, la estrategia ha de ser distinta. No vale hacer lo mismo que antes y contarlo. Precisamente porque hay actuaciones que no se pueden contar, hay que hacer otras cosas.

Antonio Argandoña es profesor de Economía del IESE.

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