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Columna
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Los disidentes

Pocos oficios habrá más impopulares, dentro de nuestra sociedad, que el de político, y sin duda muchos de los que lo practican son responsables de esa mala prensa. Miles de burócratas partidistas, de esos que asisten a innumerables reuniones, pero que callan en la mayoría de ellas, se han ganado a pulso la escasa consideración con que les obsequian los ciudadanos.

En el fondo, la profesión de político (admitámoslo, en muchos casos no es un estadio transitorio, sino una permanente ocupación) plantea un dilema moral: cómo hacer compatibles las íntimas convicciones personales, la independencia de criterio que fluye por las íntimas cavernas del cerebro, con la igualitaria reflexión que imponen a la postre las cúpulas de los partidos. Se trata de un delicado equilibrio en el que, en general, salen ganando los más fuertes. Y la fortaleza, en política, pasa por la falta de reflexión intelectual. La disidencia se ve en las estructuras internas como un inenarrable peligro para los fines últimos de la hueste partidaria.

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Nuestra joven democracia ya ha dejado en el camino una buena hilera de cadáveres políticos. Y casi nunca son los peores. En general, cuando un político comienza a hablar al margen de su partido, cuando, en definitiva, comienza a hablar demasiado, sabemos que su carrera se encuentra en peligro. A los cadáveres políticos los vemos venir de lejos, porque comienzan a escribir artículos heterodoxos, porque realizan por su cuenta propuestas razonables, porque, en definitiva, dan un paso al frente y se limitan a decir lisa y llanamente lo que piensan.

Recuerdo un reportaje televisivo, cuando el benemérito Luis Roldán estaba en busca y captura, que relataba minuciosamente su vertiginosa carrera política. Se examinaban sus primeros pasos en el partido socialista aragonés. Según todos los testimonios, no eran un hombre brillante desde ningún punto de vista. Un alto cargo regional del partido durante aquella época se limitó a describirle del siguiente modo: estaba en todas las reuniones, pero nunca decía nada; nunca, literalmente, decía nada, nunca se pronunciaba.

Ése es, desde un punto de vista de estrategia personal, el mejor modo de hacer política: no hacer ninguna propuesta aventurada, no decir nada altisonante. Estar en todos los lugares en que sea preciso resulta imprescindible, pero, a la hora de pronunciarse, mejor que lo hagan otros. Nada teme más un político que quemarse, y el mejor modo de no hacerlo es dar la callada por respuesta cada vez que alguien pida apoyo a alguna idea peligrosa. Cuando por fin, en las listas electorales, vemos emerger nuevos nombres, cuando surgen de la nada nacientes figuras institucionales, debemos saber que ésa es la recompensa a muchos años de silencio, de lealtad malentendida, de invisibilidad interna, de discreto plegarse a los dictados de la dirección correspondiente, incluso de camaleónica adaptación a las distintas direcciones que se hayan sucedido.

Miguel Herrero de Miñón, Odón Elorza, Joseba Arregi. Políticos demasiado dispuestos a pensar. Con gente así ningún partido llega a ninguna parte. En un momento en que el discurso intelectual adelgaza. En un momento en que algunos intelectuales, indignos de ese nombre, renuncian a analizar la realidad y se limitan a obrar como arietes de sus secretos bienhechores, convendría guardar memoria de políticos que aún no han renunciado a esa forma de coraje que consiste en reflexionar al margen del último sondeo electoral.

Este país se encuentra enfermo de muchas cosas. Y entre tantas otras está la paradoja de que la verdadera heterodoxia se encuentre hoy mejor reflejada en el discurso de políticos marginales que en los propios intelectuales. Alguien también analizará esta curiosa inversión de papeles en el futuro.

Como consuelo de tontos sólo queda la posibilidad de cerrar la boca a algún taxista filósofo o a algún demagogo de taberna cuando vuelva a denunciar ante nosotros que todos los políticos son iguales. Todos los políticos no son iguales: algunos son más iguales que otros.

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