Un impuesto inventado
La propuesta del presidente de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, de gravar con un impuesto los depósitos de las entidades financieras que operan en territorio extremeño toca un punto muy sensible, por lo confuso, del sistema fiscal español, como es el de la financiación autonómica. Las primeras reacciones insisten en su posible inconstitucionalidad -los gobiernos autonómicos no pueden gravar hechos imponibles ya gravados por el Estado- y la ruptura de la unidad del mercado financiero.
Sobre la constitucionalidad, será el Tribunal Constitucional quien deba pronunciarse si es requerido para ello; y sobre la unidad de mercado cabe decir que resulta un poco osado fundamentar una argumentación contraria cuando tantos y tan variados recargos engrosan las haciendas autonómicas. La financiación autonómica se está convirtiendo en una maraña inexplicable, y de ello son responsables solidarios los gobiernos autonómicos y el central.
La perturbación que produce el anuncio de este novísimo impuesto extremeño hay que buscarla en la desvertebración de las instituciones encargadas de cuidar la racionalidad fiscal conjunta del Estado y las autonomías. Si Rodríguez Ibarra desea aumentar sus posibilidades de inversión, debería haber expuesto su idea en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, para debatir cuál es su grado de articulación legal y económica con otras figuras tributarias. Tal como se hizo el anuncio, más parece una ocurrencia de última hora para redondear la retórica del discurso oficial sobre los Presupuestos de la comunidad.
Falta, además, precisión. De lo que se conoce resulta difícil deducir cuál será el hecho imponible que sustentará el impuesto. Si, como parece, pretende imponer una tasa sobre el flujo de depósitos bancarios, bien podría suceder que fueran los depositantes quienes acabaran pagando la tasa, en forma de retribuciones del pasivo aún más bajas o de mayores comisiones, y no los beneficios de los bancos, como se pretende. Es discutible determinar qué tipo de depósitos y en qué cuantía deberían ser gravados para respetar la proporción inversora que tiene que quedarse en Extremadura. En el límite, todas las comunidades podrían pretender que todo el ahorro interno se quedase en el territorio, lo cual sería un absurdo manifiesto.
Rodríguez Ibarra ha tenido una idea que parece dispuesto a explicar y defender, pero cuya aplicación será difícil, de consecuencias complejas y arriesgadas. Merece algo más que una controversia alborotada sobre grandes principios. Mientras ese debate aparece, conviene recordar que la fórmula más eficaz para evitar propuestas individuales de autofinanciación autonómica es potenciar la vida política del Consejo de Política Fiscal y Financiera, acrecentar la inversión pública en infraestructuras y flexibilizar algunos dogmas, como el del déficit cero.
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