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Columna
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Guerra de símbolos

Intriga sobremanera la guerra de símbolos en la que algunas iniciativas políticas quieren introducirnos. La obstinación de destruir todo rastro físico del pasado franquista amenaza con dañar el patrimonio histórico-artístico de todo el Estado español. Cada vez que oigo hablar de esa apremiante necesidad siempre pienso en el mismo edificio, uno de mis favoritos dentro del legado arquitectónico relativamente modesto de Bilbao.

En la Plaza Elíptica se alzan las oficinas de la Hacienda estatal. Su sede es una construcción soberbia, sólida y compleja. Son formas que no evocan precisamente un pasado agradable: al fin y al cabo, se trata de uno de tantos pastiches con que el régimen franquista emuló la arquitectura alemana de los tiempos de Hitler. El edificio de la Hacienda estatal en Bilbao es una auténtica muestra de arte nacionalsocialista. Supongo que, para algunos, ésta sería una razón más para deshacernos del escudo que corona su fachada. Al que escribe, sin embargo, esto le parece una solemne tontería.

Las ciudades, como los pueblos, se nutren de diversas aportaciones, sucesivos estratos de memoria colectiva. Unos serán mejores que otros, traerán buenas o malas evocaciones, pero negar el pasado, cuando ello involucra la propia idiosincrasia de una ciudad, es como luchar contra molinos de viento. La ciudad la hacen sus habitantes, pero la ciudad es también esa materia urbanística que se va generando a lo largo de los siglos. Son mareas sucesivas y todas ellas se convierten, con el tiempo, en testimonio impagable de una época. No hablemos en caliente (a nosotros el franquismo aún nos molesta): dentro de cien o doscientos años, el escudo franquista de la Plaza Elíptica será una valiosa curiosidad.

La historia no puede cambiarse y los años de dictadura franquista no desaparecerán por el mero hecho de que alguien acometa la estúpida acción de desmontar el escudo que corona un edificio. Antes al contrario, si algo justifica el mantenimiento de esa pétrea construcción, fiel reflejo de los delirantes proyectos urbanísticos que diseñó Albert Speer para Hitler, es precisamente ese magnífico escudo. No es mala metáfora que una muestra tan soberbia de arquitectura nazi culmine en un escudo franquista. Antes al contrario, completa y justifica, estética e históricamente, el conjunto del edificio y, por otra parte, establece una auténtica lección moral: para quienes sólo padecimos a los ministros tecnócratas del Opus Dei o el ímpetu gubernativo de Fraga, no está mal que ese edificio nos recuerde etapas anteriores del régimen, cuando abrazaba los principios fascistas. Sirve para recordar que, más allá de la hiriente sonrisa del ministro Solís, a lo lejos, en la penumbra del régimen, quedaba el brazo permanentemente alzado del falangista Serrano Suñer.

Qué manía con los símbolos, qué obstinación, qué extraña taquicardia. A uno le gusta el edificio nazi de Bilbao porque se mantiene como mudo testigo de una época, y esa pertenece a la ciudad como pertenece cualquier otra. Sería como la propuesta de derruir la catedral de Santiago o la iglesia de San Antón el día en que algún notario certificara que ya no queda en Bilbao ningún católico. Semejante criterio sólo puede satisfacer a los idiotas.

Puestos a guerrear por los símbolos, sería mejor empezar por el presente: no estaría mal acordarse de vez en cuando de las pintadas fascistas que hoy pueblan ciertos cascos urbanos, donde se amenaza a personas con nombre y apellidos o se ensalza a una banda de asesinos como ETA. El terrorismo busca la eliminación física del contrario. Eso no es un símbolo y así como poco se puede hacer a favor de las víctimas de la violencia, nada que no sea desagraviar su memoria, al menos en este presente de ciudadanos dotados de sentidos es posible evitarnos la molestia de contemplar otra simbología totalitaria.

A uno le parece más útil adoptar esta medida que desmontar la soberbia fachada del edificio facha del centro de Bilbao. La acción resultaría barata. Y aliviaría mucho más.

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