Y usted, ¿dónde estaba?
No resulta fácil preservar la memoria cuando es tan atacada y desde tantos frentes. Si en la esfera individual tenemos tendencia al olvido de lo que no nos gusta recordar y a la idealización de nuestro pasado, en la esfera pública esa tendencia es más acusada. Y más grave, porque tiene indeseables consecuencias sociales. Cada país tiene marcada querencia a hacerlo con su propia historia, y algunos la practican con insólita determinación. En España, la transición política produjo un poco deseable efecto: demasiados silencios sobre el pasado inmediato. Y para evitar que se confundiera la memoria con el resentimiento o los deseos de venganza, se perdonó hasta el recuerdo, renunciando a una imprescindible pedagogía democrática. Pero este juego de amnesias y memoria selectivas se utiliza también en otras partes. Y Joschka Fischer lo sabe.
Que la desorientada y derechizada CDU alemana, junto al inevitable entramado mediático / sensacionalista / irresponsable (que en similares fórmulas 'investigativas' tan bien conocemos en nuestro país), pretenda encubrir sus escándalos financieros y su derrota electoral tratando, con inusitada saña, de aprovecharse de la desestructurada memoria colectiva de una nación compleja, para tratar de destrozar el Gobierno roji-verde de Schröder vía Joschka Fischer, tiene mucha más importancia que el resultado de esta desigual batalla entre un demócrata comprometido y sus sospechosos perseguidores.
Vaya por delante una 'confesión', para que no vuelvan a descubrir algunos, en admirable ejercicio de periodismo de investigación, lo que figura en mi historia personal sin ningún ocultamiento: sí. Fui dirigente de la Liga Comunista Revolucionaria-ETA VI (la sexta, la que había renunciado a la lucha armada, o sea al terrorismo, desde 1970). Y en esa organización, que redujo posteriormente su nombre a LCR, milité hasta la llegada de la democracia sufriendo, como muchos de mis compañeros de ésa y otras formaciones, la persecución y su corolario: la clandestinidad, las detenciones y la tortura, Y la muerte de algunos amigos, como Mikel Salegui (muerto a tiros en un control que no vio) o Germán Rodríguez, asesinado de un tiro entre ceja y ceja por sacar una pancarta en la plaza de toros de Pamplona, cuando Fraga era el rey de la calle. No crean que era fácil aquellos años resistir la tentación de la violencia como respuesta. Pero resistimos. Y llamamos asesinato a lo que otros llamaron ejecución, cuando Carrero Blanco.
Joschka, como nuestro gran amigo común Daniel Cohn-Bendit, como tantos otros y yo mismo, hemos hecho, desde diferentes realidades, experiencias, historias y recorridos, el camino que nos lleva a la defensa radical de la democracia como único sistema de convivencia viable, enriquecedor y creativo. Y creemos mucho más en ella, que los que simplemente la aceptan o la sabotean con frecuencia. El mero hecho de distanciarnos del terrorismo y combatirlo desde posiciones revolucionarias, contribuyó a arrastrar a miles de jóvenes lejos de aquella lamentable tentación de responder, en Europa, con la violencia armada a la violencia institucional. Hay experiencias en nuestro país en ese sentido que merecen un reconocimiento especial, como Juan Mari Bandrés y los poli-milis, reconvertidos en Euskadiko Eskerra y ganados para la democracia.
Fuimos todos producto de un momento histórico cargado de ansias de libertad. Eso sí, coqueteamos y nos dejamos fascinar por la violencia revolucionaria. Y estábamos llenos de contradicciones. La imagen del Che era nuestro icono y sus propuestas, por erradas que fueran, algo más aceptables y asumibles que las juntas militares argentina o chilena, por poner un ejemplo. La estética delata tanto... Recuerden, si no, la famosa foto del Che y la no menos famosa de los golpistas chilenos, con muchos bigotes, gafas oscuras, gestos de virilidad indiscutible y Pinochet en el centro. Omito comparaciones de actualidad.
No fuimos hijos de Marx y de la Coca-cola, como decía Godard, sino de la misma necesidad de hacer reventar un mundo autosatisfecho desde su moral caduca, hipócrita y represiva, que en nombre de la democracia y el anticomunismo, cometía atrocidades en Vietnam; mantenía la guerra y la tortura en Argelia; encubría el pasado nazi de mucho respetable; apoyaba descaradamente el apartheid y mantenía el colonialismo; sostenía dictadores o promovía dictaduras; organizaba golpes de Estado en todo el Cono Sur y entrenaba torturadores; y miraba con buenos ojos, aquí, en Europa, a salazares portugueses, coroneles griegos y francos españoles. Y que, además, mantenía una moralina machista y asfixiante, que nos impedía hacer el amor en libertad y retozar por los parques fumando canutos. Son algunos ejemplos, sin entrar en detalles ni extenderme demasiado. Pero recordarlos es importante para constatar cuánto queda por hacer (por cierto), y para situarnos en el momento histórico de una revuelta generalizada que, con diversas formas e idearios sacudió al planeta, expresando el final de una etapa. Nada volvió a ser como antes. Afortunadamente (The times are changing, cantaba Bob Dylan).
No me gusta entrar en el juego de las excusas. Yo sí he tirado cócteles mólotov, y bastantes, contra una larga lista de empresas norteamericanas, causando algunos daños materiales. Y no he corrido sólo delante de la policía, sino detrás de ella. Pero no era marine en My Lai. Sí estaba con la utopía revolucionaria, pero no tiraba napalm contra la población civil. Y siendo de izquierda, me movilizaba contra los tanques rusos de Praga, contra Ceausescu, contra la patética gerontocracia totalitaria de Moscú, o contra la grandiosa farsa de la revolución cultural maoísta. Porque detestábamos el estalinismo tanto como a Pinochet o al mentiroso Nixon, lo que nos permitió después estar del lado de las víctimas, fuera cual fuera el supuesto color político de los verdugos. Como en el caso de Milosevic. Ya entonces, con aciertos éticos y errores estratégicos, pensábamos globalmente y nos sentíamos ciudadanos de un mundo que necesitaba urgentes cambios. Imagine all the people.
Y ésos son algunos de los elementos comunes a muchas de nuestras historias, como las de Joschka y Daniel. Afortunadamente, la fuerza de convicción de la democracia y ese ansia de libertad y justicia, nos llevó a transitar desde la resbaladiza defensa de algunas ilusiones, con sus peligrosas variables, a la resuelta aceptación de las reglas del juego democrático que, sin ser perfectas o ideales, son bastante llevaderas, si comparamos la realidad en que vivimos con algunas de las pesadillas en que se convirtieron nuestros viejos y juveniles sueños. Y sin renunciar a muchas de nuestras ideas, sabemos que el único camino para avanzar hacia su realización es lograr mayorías que defiendan los cambios necesarios. Que no puede haber vanguardias porque aquí nadie quiere ser masa: somos una ciudadanía adulta, aunque maltratada.
Puede que para los que viven instalados en el inmovilismo de sus nostalgias, incapaces de evolución alguna, seamos unos traidores. Para otros, los que reniegan de su propio origen, unos incómodos recordatorios. Frente a ambas actitudes, pienso que hay que reivindicar firmemente el origen y los errores, la evolución de las ideas, el aprendizaje por la experiencia. Incluso si me apuran, hasta la madurez del pensamiento. Y me parece mucho más importante el lugar de destino, recorrido incluido, que el lugar de origen.
La pasión por la libertad, en su ausencia, puede llevarte a cometer errores. Se dice que en Alemania, a diferencia de España, había esa libertad. Sin duda había más. Como en Francia el 68. Pero aquí la queríamos toda y allí también. Quizá uno de los errores cometidos fuera esa idea global de la confrontación, que era de pocos matices. Sin advertir que algunas fronteras de entonces preservaban espacios democráticos que, ciertamente con bastantes limitaciones, permitían expresar ideas y propuestas sin necesidad de radicalismos confrontativos que coqueteaban con (o asumían) la violencia política. Pero así fue y sociólogos hay para explicarlo. Poco tienen que ver en todo caso manifestaciones como la del Consulado español en Francfort en 1975, en protesta por las penas de muerte en España, con el bate de béisbol contra los inmigrantes, los incendios de sus viviendas, la saña de la violencia racista, con la que algunos cínicos comparan las acciones en las que participamos hace un par de décadas.
Y llegado hasta aquí, casi me atrevo a pedir para Joschka una medalla, que desde luego merece más que Kissinger su Nobel de la Paz. Y mucho más que la otorgada de manera insultante por este Gobierno al torturador Melitón Manzanas. Y es que, con gestos así, sólo queda preguntarse dónde o de qué lado estaban ellos, cuando todo esto acontecía..., aunque hay respuestas de tal obviedad que la pregunta carece de sentido. Gracias Joschka.
José María Mendiluce es eurodiputado.
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