De dilemas, fusiones y parques
En contra, o a favor; éste es el dilema de moda en el que, como en tantas otras ocasiones y asuntos, los valencianos nos hallamos obstinadamente instalados. Y no es que la discrepancia sea, en sí misma, un elemento negativo; antes al contrario, se trata de una de las fórmulas, junto con el consenso, más civilizadas que se conocen para la toma de decisiones en una sociedad democrática. El problema surge, más bien, cuando la discrepancia no es debidamente argumentada y obedece a razones no explícitas, por no decir inconfesables. Entonces la discrepancia no acaba siendo más que una vulgar excusa para defender ciertos intereses, oportunamente ocultos en el debate, pero que logra confundir al personal, el cual contempla, perplejo, la aparente gran magnitud de las diferencias percibidas entre los oponentes.
Tomemos el caso de la fusión de las cajas. Uno puede estar totalmente de acuerdo, como es mi caso, en que ésta se produzca, por razones de eficiencia, de economías de escala, o porque resulta necesario un tamaño determinado para intervenir en estrategias de largo alcance que afectan al reparto del poder económico en sectores decisivos para el futuro de todos, también de los valencianos, (como es el caso de las telecomunicaciones, los sistemas de información, el petróleo, las líneas aéreas, la energía eléctrica o el gas natural) y como, por cierto, ya hacen, desde hace tiempo, otras comunidades (Cataluña o Madrid), a través de sus cajas de ahorro. O, si se desea, para poner en marcha fórmulas financieras modernas que, como en el caso del capital-riesgo, acaban siendo elementos decisivos para el desarrollo de nuevos sectores y productos, de ésos que tanto necesitamos en una región caracterizada por una base productiva excesivamente dependiente de sectores tradicionales.
Pero al mismo tiempo, uno puede estar en desacuerdo (como también es mi caso) con la excesiva capacidad de instrumentalización que las últimas leyes de cajas de ahorro confieren al poder político de turno, sea cual sea el signo de éste, con desprecio manifiesto a quienes realmente hacen posible, y justifican, la existencia de dichas instituciones: los miles y miles de depositantes cuyo objetivo es que sus ahorros estén seguros, los préstamos sean baratos, y que la sociedad local, de la que forman parte, reciba inversiones que impulsen su desarrollo. Por tanto, en mi opinión, la postura coherente, en este caso, sería: primero, exigir un cambio en la ley que regula las cajas, eliminando la posibilidad de mayoría absoluta por parte del grupo político gobernante, e, inmediatamente después, propiciar la fusión. Pero lo que no es de recibo es esa especie de populismo localista, de éxito fácil garantizado, y del cual hacen gala ciertas fuerzas vivas, generalmente con intereses directos, o, sencillamente, cargos, en los consejos de administración, que utiliza argumentos del tipo 'nos van a absorber desde Valencia' y cosas similares a fin de despertar pasiones incontroladas, ajenas al debate serio y riguroso de fondo. Dicho esto, mi máximo respeto por esa pléyade de intelectuales orgánicos, contrarios a la fusión, que pululan por todas partes, bajo lemas tales como: 'el tamaño no importa' (en el sistema financiero, se entiende), 'ojo con las participaciones industriales', o bien: 'se reducirá la competencia', o, en fin, 'el coste es demasiado elevado para los beneficios que pueden obtenerse'. Claro que si el precio de la fusión pasa por conceder indemnizaciones multimillonarias, con el dinero de todos los depositantes, a quienes se oponen a ello, los ¿80.000 millones? que, al parecer, estima la CAM, se van a quedar cortos de inmediato.
Ni los grandes bancos estatales, ni otras cajas territoriales, con suficiente visión de la jugada, han seguido tales consignas. Porque, de haberlo hecho, es bastante seguro que ni Repsol, ni Telefónica, ni Gas Natural, por ejemplo, estarían ya en manos españolas; con, o sin acción de oro gubernamental, de legalidad más que dudosa. Y no se trata sólo de un asunto español; imagínense por un momento que el Deutsche Bank (en el que la Caixa de Barcelona posee ya un 4% del capital) decidiera cancelar sus participaciones en las 10 mayores empresas europeas ¿saltarían de gozo por ello los ciudadanos alemanes? Estén seguros de que no. Por eso, entre otras cosa, no lo hacen.
A otro nivel, ocurre lo mismo con Terra Mítica. Se puede estar de acuerdo, como es mi caso, en que necesitamos un parque temático con el fin de diversificar nuestra oferta, excesivamente sesgada al producto 'sol y playa'. Incluso se puede estar de acuerdo (yo lo estoy) en que la Generalitat intervenga directamente y sea su principal promotor, de no existir iniciativas por parte de las grandes operadoras (diga lo que diga la asociación de parques temáticos). Pero también se puede estar en total desacuerdo, como también yo lo estoy, en el tipo de parque diseñado (de carácter genérico y poco diferenciado de iniciativas similares); con el lugar elegido (Benidorm, una marca de sol y playa consolidada en el mercado turístico), sobre todo por el previsible efecto expulsión que puede generar la existencia de dos productos diferentes en un mismo destino turístico, con perjuicio evidente para la maximización del flujo neto de visitantes de la región en su conjunto. Y se puede estar en desacuerdo con una gestión poco profesionalizada que ha sido incapaz, hasta ahora, de incorporar un socio tecnológico que garantice la renovación y ampliación del parque y dote de credibilidad al potencial cliente que, por otra parte, ya conoce bastante bien las numerosas alternativas (casi 70) en Europa. Dicho esto, ¿se me debe clasificar entre quienes están en contra de Terra Mítica, difunden una mala imagen de ésta y, por tanto, son susceptibles de querella?; ¿o quizá milite entre quienes están a favor de la fusión de CAM y Bancaixa, sin considerar cualquier otra circunstancia? ¿Verdad que no? Pues se equivocan; ya verán como sí. Al tiempo.
Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.
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