Japón vive un fin de ciclo, no el ocaso de su poder económico
Los expertos creen que la crisis actual no ha mermado la capacidad productiva del país
El alarmante endeudamiento del Estado japonés limita el margen de maniobra del Gobierno y se plantea el asunto de la recapitalización de los seguros de vida, uno de los sectores damnificados del sistema financiero junto con la banca. El consumidor no se libra de sus temores. La tasa de paro (4,8 %) sigue siendo alta de para el archipiélago, aunque sea envidiable para otros países. Las bancarrotas aumentan.
La situación no parece mejorar en vísperas del nuevo año fiscal, que comienza el 1 de abril. Los organismos de notación financiera prevén ya que tendrán que bajar de categoría a las empresas japonesas, y se advierte cierta tensión en el mercado de renta fija. Ahora bien, ¿hay que perder toda esperanza ante este Japón venido a menos, incapaz de recuperarse, a juicio de quienes le reprochan su inmovilismo y no le escatiman sus sermones thatcherianos? ¿Y si resulta que se les escapan los movimientos de fondo, en la miopía perentoria de una visión puramente contable, que se traduce en la infravaloración crónica de un país reacio a adoptar las recetas universales del ultraliberalismo? En lugar de fijarse en qué es lo que resiste o perece y en la inercia del poder político, más valdría, tal vez, observar qué está cambiando, qué es lo que se mueve.
Japón no vive el final de su economía, sino el final de un ciclo y de los equilibrios socioeconómicos de una época (la de los años 1960-1990), que no es lo mismo. Le está costando reinventarse, pero ha cambiado más en los dos o tres últimos años que en los 40 anteriores. Los que los partidarios de la productividad consideran 'diez años perdidos', los de la recesión que siguió al estallido de la burbuja especulativa en los años ochenta, fueron un enorme soplo de aire económico y social cuyas consecuencias han empezado a dejarse sentir.
La descomposición de lo que Occidente llamó el 'modelo japonés' -y que puso por las nubes, porque creyó descubrir en él una forma superior de capitalismo, con la misma ingenuidad con la que hoy lo ha convertido en la causa de todos los males- es real y está avanzada. Las reformas del sistema financiero -aunque el problema de las inmensas deudas de los bancos esté lejos de estar solucionado- y las reestructuraciones en los sectores de la industria y la distribución -aunque no sean lo suficientemente drásticas a juicio de los defensores del mercado total- están preparando la recuperación de una máquina productiva que ha sido y sigue siendo muy poderosa. Y que podría serlo aún más en el futuro, porque la crisis no ha mermado las inversiones en investigación y desarrollo.
Esta capacidad de fabricación, superior a la de Estados Unidos, es la gran baza de Japón en la competencia mundial, opina, por ejemplo, Eamonn Fingleton en Japon, puissance cachée (Éditions Philippe Picquier, 1998), que amplió posteriormente su análisis en Praise of Hard Industries: Why Manufacturing, not the Information Economy, is the Key tu Future Prosperity (Houghton Mifflin, 1999). Según este autor, Japón produce por valor de 260.000 millones de dólares al año, es decir, 50.000 millones de dólares más que Estados Unidos, y la dependencia de este último país en productos manufacturados - por ejemplo, componentes informáticos esenciales- va a seguir aumentando. Los norteamericanos consumen más de lo que producen, y los japoneses producen más de lo que consumen; la desaceleración de la demanda en la otra orilla del Pacífico no va a invertir esa tendencia.
El gran inconveniente de Japón es la división de su economía entre dos polos: un sector hipercompetitivo (automóvil, acero, electrónica) y otro orientado al consumo interior, rezagado, que constituye un lastre, pero que da trabajo al 75 % de la mano de obra; su adaptación tendrá un coste social importante y, por tanto, tardará tiempo.
No son únicamente economistas quienes confían en la solidez de la máquina productiva japonesa; lo mismo ocurre con empresarios extranjeros que invierten en el archipiélago o emprenden alianzas con socios locales. Desde luego, conviene darse prisa, porque muchas empresas japonesas están en una situación débil. Pero, por ahora, no parece que nadie se arrepienta de haber invertido en esta nave que dicen que se va a pique. El propio Kenneth Courtis, vicepresidente de Goldman-Sachs Asia, califica de 'titánicos' los problemas de Japón, pero opina que, si el país fuera una empresa en venta, habría que comprarla. Japón no está en venta, pero sí se ha abierto más.
La globalización, unida a la recesión, se ha traducido en una nueva apertura del país. Las empresas norteamericanas o europeas se están instalando o haciendo alianzas a un ritmo impensable hace sólo cinco años. La penetración en el sector de los automóviles es un ejemplo. Otro es la alianza estratégica entre Nippon Steel y Usinor.
© Le Monde / EL PAÍS.
Los 'diez años perdidos'
La crisis ha tenido otra consecuencia dolorosa, pero beneficiosa: al acentuar la inseguridad en el empleo, ha hecho renacer el espíritu de empresa. Este nuevo dinamismo aprovecha el carácter instersticial de la sociedad: las empresas de capital riesgo aprovechan las reestructuraciones, se deslizan por las grietas del sistema de producción o de distribución y se labran un nudo. Las transformaciones actuales tienden a alejar la creatividad industrial de los grandes grupos que monopolizan capital, tecnología y acceso al mercado y desplazarla hacia la periferia. De esa forma, la crisis ha vuelto a dar oportunidades a una multitud de ingenieros de categoría intermedia, llenos de talento y anónimos, con frecuencia subempleados por los grandes grupos. Desde los años cincuenta, Japón ha producido decenas de millones de ingenieros de grado medio que han colocado al país en la vanguardia de la aplicación de las tecnologías a la producción en masa. Ese escalón intermedio entre la élite científica y el trabajador muy cualificado es el que falta, por ejemplo, en un país como India, que, sin embargo, está muy adelantado en ciencia pura.
Japón ha conocido otros 'valles entre olas', aunque es verdad que éste es profundo. EE UU y Europa también, y no hace tanto tiempo. El sistema que permitió al país ponerse a la altura de Occidente está superado. Pero fue eficaz en su momento, y todavía tiene sus ventajas: por consiguiente, es preciso hacer una selección, y la transición no tiene más remedio que ser gradual. Los 'diez años perdidos' tuvieron una cualidad liberadora que todavía oscurece el futuro, pero sirvieron para poner a la sociedad de nuevo en movimiento. Más allá del inmovilismo político y los sobresaltos de la reanimación, el dinamismo de la sociedad, que escapa a las redes de las estadísticas macroeconómicas, es el mejor testimonio de la recuperación.
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